Una reseña del libro Gabo y Mercedes: una despedida, de Rodrigo García (Penguin, 2021).
La muerte: eso que pasa y que hiere aun cuando ya se había premeditado. Aunque deseada, aunque esperada, cuando llega, cuando se acerca como la sombra sigilosa de un cazador, todo se revuelve, se revuelca, la realidad se estremece como un perro sacudiéndose el agua, y, a pesar de que el presente continúe su rumbo imperecedero, y de que las horas sigan levantando flores y cayendo hojas, y de que las nubes en su vuelo ajeno sean indiferentes al padecimiento y a la liberación, y de que el viento inunde el espacio sin detenerse en los objetos que lo viven, esa muerte, esa luz que brilla distinto, ese último respirar, ese respirar que para siempre deja de sentirse, lo abarca todo, todo lo nombra, nombra todo lo que alguien dejará de tocar.
La muerte: la sombra de la vida: un cuerpo que poco a poco deja de tener sombra en el mundo. Mi mayor agradecimiento por haber leído Gabo y Mercedes: una despedida, de Rodrigo García, es el de haber podido estar con él viendo el rostro de su padre cuando recién había dejado de respirar. Un ritual de despedida por medio de las letras. Y también, antes de que ese momento se diera, el agradecimiento de presenciar la genialidad que trasciende las limitaciones de la mente, de la demencia, como cuando García Márquez dijo, en el momento en que, al parecer, se había resignado a su condición senil: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”, y también: “Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta”.
La muerte: su rito cuando sucede, que nos recuerda que siempre está al frente. Rodrigo García construye con palabras íntimas y simples el acontecer de una familia que no solo debe procurar comprender la vida sin la presencia corporal de su padre, sino también que debe enfrentar el aluvión de prensas buitres, palabras prestadas y flashes indómitos. Menos mal que para el caso de su padre, como sucede con los grandes, la real sensación de agradecimiento prevaleció sobre la hipocresía humana: aún se siente la imagen del homenaje en el Palacio de Bellas Artes, el vallenato alegre, las rosas amarillas como mariposas quietas. Una muestra de la figura que logró, con su genialidad y autenticidad, mamarle gallo a la oficialidad, sin necesidad de romperlo todo.
La muerte: el contraste de una muerte ceremoniosa como la de García Márquez con la muerte sin rituales que deja el virus coronado, como la de Mercedes Barcha. Mientras que a García Márquez lo acompañó incluso en la muerte la magia de sus libros –un pájaro muerto apareció en la víspera, como prediciéndola, y el escritor murió también un Jueves Santo, como habría de morir Úrsula Iguarán en Cien años de soledad–, para Mercedes los funerales apenas si se sintieron por los clics pandémicos. Podría ser, por el contrario, que solo esa muerte haya podido propiciar una intimidad distinta, quién sabe si más cercana, fuera las cámaras omnipresentes.
Y la muerte: la reflexión de la vida que pasa, para continuar la que queda. Rodrigo García muestra los retratos de su padre, y la complejidad de sentimientos que tuvo como hijo: el retrato del padre, el retrato del famoso, el retrato del escritor. En esta exploración aparece la evocación de todo tipo de emociones en que la frustración, la admiración, el orgullo, la competencia pintan el cuadro de cómo son las relaciones con el padre, sin devaneos novelísticos. La grandeza del libro está en eso: el hijo –también el hijo de Mercedes, por cierto– parece haber descubierto que en la competencia con el padre solo hay lugar a desolaciones, y por ello se lee un libro escrito por un cineasta, no por un escritor. Acaso sea eso –el zafarse de la competencia paternal– el comienzo de la liberación de todo hijo.
10 de octubre del 2021
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Julián Bernal Ospina