En estos días en que todos los días parecen el mismo –ya es conocida la sensación de que después del 24 de diciembre lo único que cambia es el número después del dos–, ronda como un fantasma la idea de que cada tanto se va acabando la Navidad. No hablo de que terminen los días de diciembre y empiecen los de enero –a veces he sentido que los días de diciembre no terminan sino hasta el 15 de enero–, sino de un tiempo común, sin calendario, que sucede bien en el corazón o bien en el alma –como se le quiera llamar al eterno enanito verde que nos acompaña y que nos impide ser un costal de dermis y epidermis contenedor solo de sangre, huesos y mierda–. Cada vez, con un movimiento paulatino y certero, la Navidad empieza más tarde y se acaba más temprano, hasta que la hora del inicio y del término se junten y ya solo reste un continuum de labores cotidianas destinadas solo a ser labores cotidianas.
Un amigo a quien me encontré caminando por entre los árboles de guayaba me decía una reflexión. Percibí desde que lo vi que tenía otras intenciones, pero no atendí a mi precaución. La luz le iluminaba la mitad de la cara, como si el día se la hubiera cortado de día y de noche, y yo tuve la sensación de que me hablaba en altos y bajos, al tiempo. Me decía –como solo su alma de poeta y profesor lo podía decir– que no es solo el egoísmo o el surgimiento de una lógica superficial los que hacen de la Navidad una película frívola y predecible de dientes blanquísimos y regalos amontonados bajo un árbol solitario. (Para los que sí pueden, me repetía; para los que no, para algunos de los que no pueden, es el único encuentro con esos otros que llegan con migajas envueltas con papel celofán).
Seguía mi amigo: es también la supuesta idea racional que todo lo mira con el ojo que resta y que suma, y que ve en la tradición –a no ser que le convenga por algo– solo una pérdida de tiempo, una suma de actos sin sentido y arcaicos, que –afortunadamente para ella, la posición racional– pronto se acabará. O también el hecho de que –como la vida– todo termina y comienza de nuevo, una y otra vez, y a la Navidad como la conocemos le quedan algunos suspiros para convertirse en otra cosa. (Por ejemplo: la Navidad repleta de neologismos que vuelve justo al mismo lugar: el buñuelo y la natilla, o lo que sea que sea el origen). Pronto veremos nuevos inventos de cosas viejas, nombrados como el descubrimiento más cosmopolita: comeremos entonces bugnuelles y natilles, y asistiremos a la Fête de la Fritang. Quienes aman la Navidad, tienen la sensación de algo que se va desvaneciendo como una vela prendida.
El mismo amigo me seguía hablando, esta vez encaramado en el guayabo, y yo le notaba desde abajo la barriga, y por un momento olvidé su cara de filósofo cundiboyacense, perdida entre las hojas de los árboles. Esta vez gritaba. Decía que queda la sensación de que ya no es la época del recogimiento sino del olvido de sí mismo. “¿A dónde se fue esa onda reflexiva que lo invadía todo justo cuando comenzó el encierro mundial, y que duró incluso unos meses o hasta un año?”, remató la crítica, y después terminó con un silencio. Me tiró una guayaba en la cabeza que me explotó en las gafas, y me interrumpió un pensamiento. Yo meditaba al momento que hablaba algo que decían muchos –decíamos–: que no saldríamos del encierro iguales. Que de esta pandemia surgiríamos más “humanos” los humanos, y nos salía de la manga la vieja y curtida carta de la “compasión” por el que sufre: todos los caminos llegaban a esa palabra. Ahora que lo vuelvo a pensar, de ella –de la compasión– solo va quedando el silencio después de la música, y se reemplaza por el bullicio de los bafles, de los pitos y de los gritos (ya sean de risas o de dolor). La nueva normalidad no se volvió otra cosa que la vieja nueva normalidad, que se repite y repite hasta que cesen de repetirse las vidas.
Este coronavirus fue como esa guayaba: nos estalló en la cara, sin previo aviso, aun sabiendo que podría pasar. Para salirle al paso al virus y a su enfermedad en los seres humanos, hicimos lo que nos fue posible dentro de lo que sabemos: inventamos la vacuna, pero no la cura. Las únicas vacunas para el sur global fueron las que sobraron del norte global –con excepciones como las de Cuba y de China–; y no fueron entregadas sino vendidas para que los pobres las pudieran comparar, o según los ingresos de los países. Sin embargo, en cualquier momento podría surgir otro virus masivo por circunstancias similares, y todo podría volver a empezar como en marzo del 2020, y quien sabe si el modelo de la competencia sirva esa vez para terminar alguna vacuna, y así este año que comenzó en esa fecha no se acabaría todavía. En tanto que a mi amigo, por venganza, no lo ayudé a bajar del árbol: tuvo que saltar al vacío.
27 de diciembre del 2021
Contactar
Julián Bernal Ospina