Una columna sobre la política en el departamento de Caldas, Colombia
Lo mejor de estas elecciones es que ya se van a acabar. Pronto dejaremos de ver las caras con sonrisas falsas o con cirugías de Photoshop come años. Pronto podremos ver de nuevo el sol sin sentir que alguien nos espía. En eso hay esperanza (después tendremos que trabajar en las ganas de ver de nuevo el sol, pero ese es otro asunto). Por otro lado, lo peor de estas elecciones –probablemente las elecciones con menos erecciones en toda la historia, pero este es también otro asunto– es que siguen otras: las de presidente. Puede que no sea tan grave, pues ya no serán infinitos los muñecos sin alma que nos miran sino unos pocos.
Aunque, pensándolo bien, hay algo peor: que a la democracia la embarga tal duelo que, en vez de votar en blanco, dan ganas es de votar en negro. Está de luto. El mundo avanza y conforme avanza retrocede. Solo queda en los residuos de este tiempo la basura que somos como humanos, justo después de haber vivido una pandemia de la que se supone íbamos a salir diferentes y radiantes. Pero no: más nos aceleró hacia el abismo. Derechito al estanque.
En Ucrania estalla una guerra que nos acerca a cualquier detonación nuclear, por acción u omisión, y aquí parece que hace rato hubiera estallado, no afuera sino adentro, nuestra propia Chernóbil: almas contaminadas de radiación, espíritus cancerígenos, corazones quemados y podridos frutos de años y años de reacciones químicas sin contención: mezclas de egoísmo, ceguera ética y afán de reconocimiento. Las unas, por tesoros y poder, contagian a las otras, y sigue así creciendo el humo y dejando en el ambiente partículas como proyectiles ínfimos que van menoscabando lo que queda de ser nombrado como valioso; le van cediendo a la muerte el espacio sobre la vida.
Caldas desde hace años es una bomba atómica del desprestigio político. Cuando no es un sistema anquilosado, como un reflejo permanente del barquismo o el todavía cadáver vivo del yepismo, es una juventud que lo único que tiene de nuevo son los años y las ansias de acumular poder y capital. Vimos esta semana que el secreto a voces más conocido en Caldas, el de la empresa criminal de Mario Castaño, se reveló a unos días antes de elecciones. Y vimos también cómo, desesperados por no perder la platica de la campaña a la Cámara de Representantes, los primos Marín –alcalde y candidato, la nueva casa política o clan político caldense– no tuvieron otra cosa que recurrir a la ya manida práctica de hacerse las víctimas. Señalaron al medio La Patria de manipular la opinión en su contra, pero son ellos, los influencers gamonales, quienes hace rato manipulan con sus medios comprados y con su retórica falsa de ser “alternativos” y “diferentes”. Son capaces de traicionar a sus amigos y de tumbar la carrera de quien sea para su beneficio. Se miran al espejo y ven su ropa pintada de rojo.
No sé si en algún momento nos curaremos de la enfermedad cancerígena que es el fundamento de esta política perversa: la “justicia a mi conveniencia”, lo “público para mí”, la “corrupción siempre y cuando yo la haga”. Por lo demás, nada va a cambiar, pues la política, hoy por hoy –tampoco es que sea muy conveniente pensar en el ayer–, es una cuestión de gamonales y no de partidos, de estrategia electoral y no de ideas, de grandes sumas de dinero –muchas veces del erario público– y no de vocación de servicio de lo público. Más sonrisas falsas de Photoshop y menos propuestas serias de lo que requiere Caldas y Colombia. Ya veremos si estoy en lo cierto; espero que no.
06 de marzo del 2022
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Julián Bernal Ospina