Hacía un buen tiempo que no iba al estadio. En parte porque he sido un muy buen mal hincha –solo voy cuando está ganando mi equipo o cuando juega finales– y en parte porque me da frío y pereza. En todo caso, hace poco fui y no me esperé encontrarme con semejante espectáculo. Algunos lo calificaron de “bochornoso”, a otros los vi dañar las famosas sillas que costaron otro estadio, y unos más solo dijeron estar acostumbrados a que esas cosas pasaran y que les hubiera parecido raro que nada similar hubiera sucedido.
El asunto fue el siguiente: aunque no había gran expectativa, todo el estadio esperaba ver que el jugador que había estado intentando todo el partido meter un gol por lo menos hiciera uno. Pero, de un momento a otro, sin más explicaciones que la del poder del técnico (un hombre alto y difícil de mirar que extrañamente permanecía con un casco verde fluorescente, a quien decían que el cargo le había quedado grande), en los últimos cinco minutos entró a jugar como delantero uno que no había sonado ni tronado, pero que le decían Osorio el Bodeguita por su manía de inventar chismes.
Era, según me decían, una especie de recién llegado de quien podía decirse que tenía más cara de jugador de fútbol el árbitro, o el Loco Darío. Era pequeño, más parecido a un meme que a una persona, tenía una barba incipiente con pretensiones de aumentar la madurez en el aspecto, y una forma de llevar el pelo como si siempre lo peinaran. Y lo peor: no era jugador de fútbol sino un lenguaraz comentarista deportivo, quien incluso había sido reconocido por ser hincha de otro equipo, el Centro Deportivo, y crítico de donde había de jugar, el Partido Histórico.
Lo más singular era el hecho de que sonreía como si los espectadores lo alabaran. Se apropiaba de un fervor futbolístico que no tenía nada que ver con su figura de jugador de ping pong. Al verlo más detenidamente, moviéndose de aquí para allá sin nunca dejar de mirar al técnico para cualquier movimiento, me llamó la atención la capacidad de hacer trampas sin que se diera cuenta el árbitro: zancadillas, palabras hirientes al oído, hasta manos en lugares que no quisiera mencionar. Aún más: la capacidad de nunca poner la cara ante los reclamos de sus contrincantes. Y pretendía que lo admiraran por ser zurdo, solo por mostrarse como un delantero alternativo, cuando se sabía que la izquierda solo le servía para montarse al bus de la victoria.
La explicación para tamaño despropósito me la dio un amigo que estaba sentado al lado mío: “Es que ese es el primo del técnico”.Lo comparé con el técnico y no me costó precisar su parecido. No solo eso, era una versión mejorada, 2.0, menos farragosa y embotada, más light. Entonces llegó el gol. Como los espectadores vimos, no lo metió él. Sin embargo, fue tanta la alharaca que se lo adjudicaron. El técnico bramaba para que se lo sumaran a su primo. La gente chiflaba. Bodeguita Osorio no sabía si celebrar o meterse en los camerinos. Llamaba y llamaba con insistencia a otro que le indicaba qué hacer. El técnico también lo hacía. Después, por radio denunciaron que se había tratado de un malentendido auspiciado por el equipo contrario, que el balón lo había metido evidentemente Bodeguita y que estaban en grave peligro por dejar en evidencia la corrupción de sus opositores. Al final, como siempre pasa, nada pasó, y yo me devolví a mi casa con la sensación de haber presenciado la única promesa que siempre se cumple aquí: la farsa.
27 de marzo del 2022
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Julián Bernal Ospina
Lamentablemente a bodeguita le dieron contrato por varios años y seguramente con su primo haran negocios turbios.
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Yo no se si fue el mismo partido, pero me pareció ver un jugador similar donde poco sabía de juego limpio, y peor aún, se declaró ganador, no por lo que él hiciera sino por lo que el equipo y el nombre del equipo logro hacer!!!
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