Es liberador salir del clóset y poder decir: pretendo ser la persona que decidí ser, y en esa pretensión soy en todos los planos.
Viajar después de no haber viajado. El cuerpo estático, pero en movimiento. El cambio de temperatura. El cambio de paisajes: la montaña rocosa y estrecha, el llano cálido, la montaña amplia de la cordillera. Los ojos del policía. El privilegio de sentir el agua caliente después de un viaje. El miedo. El destino me llama a una unión. La impotencia de no poder hacer nada. Los tiempos diferentes de las cosas. El miedo de llevar el virus, de cargarlo sin querer. La ciudad lejana que era cercana. Cuánto de los lugares es uno mismo, como un reflejo inacabado. La sorpresa de ver, oír, a las personas, solo posible antes por medios virtuales. ¿Es esto que vemos cierto o es el deseo de un sueño, un sueño deseado? Los momentos inexplicables del cuerpo. Las incoherencias del cuerpo. ¿Son en verdad incoherencias? Las despedidas que son otra forma de renovación. Lo que antes era cercano ahora es lejano y viceversa. Pero también es cercano de otra manera, como una imagen que acompaña. Un pedazo de uno mismo que se ha ido, pero que está. ¿Puede alguien, en verdad, aprender? ¿Qué pasa cuando el tiempo se estira, y una misma imagen cambia y se desarrolla, pero sigue siendo esa misma imagen? Ponerse otra vez las botas. El mundo quiere despertarse, pero tiene miedo. Miedo de algo que aún se desconoce. Volver a los lugares y recordar un pasado. El tránsito, el viaje, también es una vuelta al pasado. A descubrir ese otro presente que antes fue como una lámpara que abunda de luz. Una soledad anterior como la de un álbum viejo, olvidado. No hay rendija del tiempo en que ya no se quiera estar. Pero no es un volver físico al pasado, es un volver con los impulsos del hoy, cual viajero que carga en su mochila gafas para ver de cerca, para ver de lejos. Redescubrir entonces los propios ritmos, en un presente que, aunque con las mismas personas –las del pasado– es otro, otro mundo con otros ojos. Hay vida antes, hay vida durante, hay vida después.
Esto lo escribí a mano cuando llegué a Manizales, después de haber estado en Bogotá lo que duró la cuarentena desde marzo hasta finales de agosto. Al leerlo de nuevo, con el tiempo de unas semanas de diferencia, me pregunto qué tan real será esa sensación, y cuál es el sentido que entraña.
La sensación de un tránsito que es como un ir a otro presente, en el que hay un pasado que ya no existe, que probablemente solo existe en mi cabeza, pero que se expresa en las personas que han estado ahí, con sus deseos y miedos, límites e infinitudes; y un pasado que se deja, que al tiempo es presente en cada recuerdo de lo que era antes y de lo que es ahora. El sentido de una identidad que trasluce en las formas de las palabras: en su sonoridad estrecha, en su sororidad entre ellas que se sublevan ante mí, en su opacidad sin decir, al final, absolutamente nada, queriéndolo decir todo. Aunque no son las palabras; soy yo entre ellas que a veces busco, otras nacen como paridas de súbito, unas más han estado siempre ahí, en mi mente, su recuerdo y la emoción del instante: el amor, la extrañeza, el miedo, los celos, el deseo, la ansiedad.
Entonces pienso.
–Le dije que es como si te hubieras salido del clóset–, me dijo mi tía Fanny, con su sonrisa pícara que atraviesa el tapabocas, y la inteligencia serena que sabe que nombra el mundo sin estar en la frontera del juzgamiento.
–Todos, al final, tenemos que salir del clóset–, le dije a mi amigo Lucas, después de muchos días sin vernos, en la terraza de donde ahora estoy, al lado de mi amigo Luis F., que seguramente miraba maravillado nuestra rotonda, y se preguntaba cuándo pararía o comenzaría a llover.
–Te estuve grabando mientras hablabas–, le dije a mi tía Nelfy, quien, como un libro que se resiste a permanecer abierto, nos contaba a mi primo, a mi tía y a mí esa historia inaudita en que, en la víspera del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, este defendió al coronel que mató a Eudoro Galarza, director de La Voz de Caldas, aduciendo que lo había hecho como consecuencia de “ira e intenso dolor”. El coronel quedó libre, y Galarza, se dice, fue la primera víctima que ha dejado la persecución a la libertad de expresión en Colombia.
–Estoy aquí en medio de un debate–, les dije a mi tía Bety y a mi hermana, que me esperaban sentadas a una mesa para conversar un rato antes de que comenzara la fiesta de cumpleaños de mi prima Laura. Era un debate en el que tenía que defender una columna que escribí, que llamé La religión del mercado, y como contendiente tenía a Martín Jaramillo, experto en toda materia económica, y en no perdonar una incoherencia ni falta de precisión.
Entonces pienso de nuevo.
Mientras pienso escribo, y mientras escribo oigo a Sam Smith. Hace unos minutos leía a Carolina Sanín en Tu cruz en el cielo desierto, combinación que me hizo llorar, recordar todos los rostros en que ha estado el mío desde que la cuarentena comenzó, y que fue para mí el lanzamiento a vivir una decisión: una decisión que se materializa en cada rostro que ahora encuentro. El rostro de mi maestro Carlos, de Lorena, de Mónica, Mariana y Maria Camila, de Adel y Estefanía, de Pilar, Fredy y Adriana, de Paola y Angie, de los Auténticos. Todos componen un poema. Cada uno en sí mismo y juntos al unísono. Un poema que es vida, y que es palabra, y que es acción. Una lucha sobre la autenticidad en la belleza del corazón y en la ética de la estancia en este mundo. Caras que no ocultan el rostro, rostros que se expresan en la cara.
Entonces siento.
Es liberador salir del clóset y poder decir: pretendo ser la persona que decidí ser, y en esa pretensión soy en todos los planos. Soy una existencia que deja algo de sí en las palabras que riega por ahí. Una existencia que debe decirse a sí mismo, todos los días de su vida, que hay un mundo afuera que espera, como también hay un mundo adentro que atiende. Que busca hacerse un lugar en la tierra, y en ese buscar lo encuentra. Que aunque tenga miedo de decir que escribe, escribe, porque en la escritura hay una donación de las cosas, y una respuesta a esa donación: un sentido para comprender. Que lee para desentrañar la ansiedad, pero la ansiedad se vuelve una presencia constante, como una espera. Que intenta dejar en esa escritura la potencia suficiente para compartir un corazón, para que esa palabra se vuelva la construcción de otra democracia posible. Que construye un mundo para que ese mundo pueda ser tocado por otros.
Salgo del clóset, entonces, y pongo mi carne y mi alma a disposición de la luz, y mi piel que quiere ser libre –y que en ese querer lo es–, y estas letras todavía, que son la ropa con la que me visto, y que son las huellas por las que he transitado, huellas de identidades que se nombran con orgullo: soy.
20 de septiembre
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Julián Bernal Ospina