La sangre se desvanece en el agua

Un escrito autobiográfico sobre la sangre y la necesaria desvinculación ideológica

Usualmente se me viene la sangre por la nariz. Siento el inevitable chorro querer salir y tengo que correr al baño, y dejar que baje la sangre a gotas, y que el agua se lleve lo que queda, el rastro de la sangre en el lavamanos. Después, con el tiempo, algunas gotas quedan ahí secas, escondidas, entre el recuerdo y el olvido. Cuando por la nariz no sale más sangre, entonces los tacos de papel higiénico son útiles para cerrar del todo el chorro, y no dejar que, de pronto, una gota de sangre se quede inscrita sin querer en una página cualquiera. Espero a que ese vaso en la nariz se detenga, y debo quitarme el taco con suavidad para no herirla de nuevo.

Respiro. Es feliz esa sensación del aire atravesarla después de no poder hacerlo. Me muevo como probando la sanación. Con cierta prudencia continúo lo que había estado haciendo: una lectura pausada de un libro cualquiera, mientras se me vienen a la mente imágenes del deseo, de la certeza; una conversación en que me pierdo en las palabras que no sé decir, en un rostro que me mira a través del plástico para separarnos como medida de bioseguridad; un video en mi celular: cualquier cosa encontrada por ahí que me hiciera, por un instante, salir de mí.

Feliz respiro las flores, la ráfaga infinita pasa de nuevo por mí. Pienso también que no tengo otra conexión con mi propia sangre, como no sea la de una herida. Soy más sangre que carne, y a duras penas la siento cuando me caigo, cuando me cepillo los dientes tan duro que salen de mis encías incipientes manifestaciones. (Me he visto al espejo con los dientes rojos como si estuviera en una película de terror: sonrío y me hago la imagen de un asesino que disfruta la carne de su víctima; me río). De resto no más. No más sangre en mi vida. Solo las gotas que quedan secas en la esquina del lavamanos.

Supongo que esa desconexión es la que me permite vivir: más allá de la sangre que me recorre. O mejor: vivir sin tener que importarme la sangre que me recorre. Una desconexión que es la facultad de poder mirar por la ventana y detenerme. ¿Cómo un hombre puede sentirse más cercano a su propia sangre? Habría que desprestigiar el miedo a ella, quitarle el género de su representación, y aprender a ver que toda sangre se desvanece en el agua. Todo cuerpo flota en el río. Toda piel es herida tras el corte, amada en la caricia. Toda sangre es sangre sin importar el cuerpo, aunque el impulso natural sea darle nombres que no tiene: la sangre azul para el supuesto aristócrata, la menstruación como supuesta única condición para ser mujer, la sangre olorosa como supuesto hecho de la sangre pobre.

Hace poco releí para un taller con Vorágine la crónica de Leila Guerriero El rastro en los huesos. En ella un grupo de estudiantes de antropología y afines busca identidades perdidas de los huesos enterrados en fosas comunes durante las dictaduras argentinas. Los huesos son materia de una identidad que se va perdiendo con el tiempo. Se intentan reconocer con una muestra de ADN, con una media que aún recubre un pie. Los huesos también se convierten en una forma de la muerte: un proyectil que pasó por el cráneo, un golpe, la posición de los miembros. Los huesos son formaciones que se desvanecen en la tierra, y antes de que todo pase hay que ir detrás de las malas buenas noticias de un nombre que les corresponda.

Quién iba a decir que esos objetos sobre las mesas de estudio son lo único sólido que perdura de alguien que vivió. Y que su descubrimiento es un dolor que renace, pero que libera.

Es la condición de una vida cuando se vuelve objeto de dominación. El hueso y la sangre dejan de serlo para tornarse un interés. Un medio para una facción. Partes de los cuerpos manipulados, utilizados, con fines electorales, económicos, de poder. Como en la crónica de Guerriero, “los huesos de mujer son gráciles”. Deberíamos aprender a saberlo: constatar cómo son los huesos de los niños, cómo son los de los viejos. También aprender que no todos los huesos de mujer son gráciles: que en su mayoría lo son. (Un hecho al igual que el de la sangre y su composición química con relación a los efectos del clima, por ejemplo). Pero decir que un hueso es mejor que otro –como decir que una gota de sangre es más pura– es ya pasar la frontera del cuerpo como medio para un interés de dominación.

El cuerpo para ser asesinado.

Hay sin embargo una condición que va más allá de la materia. Aunque la sangre sea líquida –y el hueso tal vez sea lo más sólido que tengamos– el recuerdo de la sangre no se desvanece con el agua, mientras que el recuerdo del hueso es algo que ya fue, o que está por irse. El recuerdo de la sangre permanece porque está más próximo a la vida. Una impronta que queda sin tener que presenciar un hecho físicamente: basta con una imagen compartida en redes para que la sangre se quede fría y terrorífica en la memoria. Como la de Juliana Giraldo en el Cauca, asesinada por un soldado del Ejército. No es necesario describirla una vez más para que nos acompañe como una pesadilla de la realidad.

¿Cuántos huesos hoy siguen sepultándose en las zonas rurales colombianas, o barridos de las calles de las ciudades? ¿Cuánta sangre sigue siendo regada en el agua de los ríos, del mar, en la tierra? ¿Cuántos años nos tomará reconocer los cuerpos en ataúdes de piedras? ¿Seremos capaces de identificarlos sin el sesgo ideológico, con la visión libre de que ahí hubo una vida, sin importar su condición en la tierra?

La única sangre con la que deberíamos tener contacto es con la que brota del cuerpo por sus propias fuentes naturales. Por sus propias expresiones, por los accidentes. Nada más. El resto es sangre con una intención: sangre para herir, sangre para dividir, sangre para dominar. Mientras termino este escrito pienso en su costumbre. Cuando deja de ser una advertencia y se convierte en el día a día es el indicio de una sociedad enferma. En el asombro y en su denuncia hay aún alguna ruta para salir de la indiferencia, y sujetarse de lo que queda en el mundo de posibilidad de vivir mejor. Que aunque la sangre se limpie con el agua no hay por qué dejar que se vaya injustamente si ha sido vertida por el sinsentido, la venganza o la dominación.

27 de septiembre

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: