Reportaje sobre la caída de los precios del WTI.
Este es un reportaje sobre la caída inusitada del precio del WTI hasta números negativos, a finales del mes de abril del 2020. El poder internacional parecía sufrir un imprevisto. ¿Quiénes fueron los protagonistas ? ¿De qué manera el espacio físico pudo generar un caos en el hoy capitalismo informático y virtual?
“Cambio estos chitos, chicles y este bombombum por tres barriles de petróleo y me quedas debiendo”, pudo haber pensado cualquiera el martes pasado, 21 de abril. El WTI (Western Texas Intermediate, el petróleo, estadounidense producido en Oklahoma y Texas) cayó más del 300 % hasta quedar en negativo (-37,63 dólares por barril), lo que hubiera sido a comienzos de año una fake news para el señor Trump, una manipulación china o un invento castrochavista. Era cuestión de días que esto pasara pues la mañana del viernes 6 de marzo auguraría con la fría y nublada Viena la incertidumbre. El coronavirus y el negativo en los precios han demostrado que aún dependemos del espacio físico: no somos elementos al aire.
A las afueras del edificio de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) los reporteros quedaron con chalecos y cámaras preparados esperando la foto feliz de los representantes de los países miembros y observadores (OPEP+) con un acuerdo bajo el brazo. Pero se encontraron con la bandera de Rusia ausente y a Alexander Novak –ministro de energía de Rusia– con la mirada fría siberiana. Según la agencia Bloomberg, las palabras del príncipe Abdulaziz bin Salmán –ministro de energía saudí, el reducto del linaje familiar del príncipe heredero Mohammed bin Salmán– eran de frustración, sentimiento que ni la kufiyya ni las gafas trotskistas del árabe lograron ocultar. Novak declaró a los periodistas: “A partir del primero de abril, teniendo en cuenta la decisión tomada hoy, ningún país, ni de la OPEP, ni de la OPEP+, está obligado a reducir la producción”, tras las largas negociaciones sobre la reducción de la producción del petróleo del cartel.
Dicen que lo que siguió después fue la continuación de esa reunión fría y cortante en la que comenzó esta nueva temporada de la guerra de precios. Una serie más para esta cuarentena: todo un melodrama de Netflix. Culpas de un lado para el otro, llamadas intentando calmar los ánimos, llamadas aupándolos, malabares para el mercado. Riad bajó los precios, ofreció su producto embellecido al mejor postor de Europa del oriente (justo los clientes de Rusia). Moscú buscó posicionar la dignidad aduciendo que puede mantener los precios entre veinte y treinta dólares por su capacidad de financiamiento, y que todas las triquiñuelas retóricas gringas eran para impedir el canal de conexión con Alemania –el gasoducto NordStream 2– y para torpedear la alianza con Venezuela. Washington buscó hacer sonar las trompetas (trumpetas) de la guerra amenazando a Irán y diciendo que no importaría petróleo proveniente de Arabia Saudita. Todo un despliegue amenazante, mientras China –el máximo importador de petróleo del mundo– dejaba de importar crudo y los productores estadounidenses del WTI se tuvieron que preguntar: ¿y ahora qué hacemos con el petróleo?
La caída logró olvidar por un momento lo que los titulares habían llenado de tinta desde hace unos meses: el coronavirus. Para el señor Trump fue peor: en plena carrera de reelección si era alguien a quien debía perjudicarle era a él. Ni todas las notas parcializadas de Fox News ni todas los performances de hombre de negocios exitoso impidieron que la economía quedara en jaque y que su poder quedara en entredicho. Tuvo que asumir el reto de decir lo más difícil para él: alguna coherencia con sentido. Esos discursos escritos, esos movimientos de la cabeza hacia la derecha, ese hombro derecho hacia arriba.
Los analistas más ortodoxos han dicho que se trata de un juego del mercado; otros, con los que esta nota concuerda, que se trata de las consecuencias de un juego, pero no del mercado, sino geopolítico, en el que los líderes asumen papeles para incidir en el escenario internacional.
El príncipe en su laberinto
Mientras sucedía la guerra de precios entre Moscú y Riad, el 2 de abril el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salmán, tuvo en el teléfono al presidente Putin y al señor Trump. En las manos ensortijadas estaba la posibilidad de bajar la producción de crudo de 11 millones a algo más que 8 millones de barriles diarios. Mientras eso sucedía, para el príncipe no debió haber sido un problema quedarse en la casa y no salir del Château Louis XIV, en París, denominada en 2017 como la casa más cara del mundo (275 millones de euros, según Forbes), o quedarse recluido en un palacio cercano de la ciudad de Yida, en la costa del mar Rojo. Debió haber sentido que toda la puja había cobrado algún sentido. Se habría quedado mirando las anotaciones sobre su escritorio, con la camisa blanca impecable, imaginando la próxima estrategia, viendo los movimientos de escoltas, guardias y policías en tapaboca, y de repente habría surgido el recuerdo de su hermano Mohammed bin Nayef encerrado en un palacio para negar su mediación e impedir que hiciera algo frente a su nombramiento como heredero. Una sonrisa se dibujaría en su rostro, sin saber que apenas era el comienzo de su laberinto.
Si alguien pudo sentirse en un laberinto continental fue el llamado príncipe de la nueva era, amigo de celebridades: el todero en el reino, a veces visto en París, en Londres, en Madrid caminando de camisa y pantalón y con la cabeza despejada, con su aire de divinidad. Aunque el joven príncipe tenga una presencia refrescada –cara joven, ojos penetrantes y barba tupida– tiene un aura más de misterio que de claridad, más de cuento árabe que de artículo científico. Se dice que accedió a la herencia del reinó por circunstancias inusuales. Su padre, el rey Salmán bin Abdulaziz, acabó por elegirlo prefiriéndolo a él por encima de sus cinco hermanos medios mayores –uno de ellos, el sultán bin Salmán, fue el primer árabe, musulmán y miembro de la realeza en llegar al espacio– y de una veintena de primos con más derecho que él por línea de sucesión –es decir, por sangre– y por tener más experiencia –es decir, por ser curtidos políticamente–.
Esta es, a grandes pincelazos, la descomunal y temeraria escalada que narra Ben Hubbard en El ascenso al poder de Mohammed Bin Salmán: de ser un joven de veintinueve años, un advenedizo –como diría de él en 2015 el entonces rey Abdalá bin Abdulaziz– sin títulos académicos extranjeros ni experiencia trascendental, hasta ser el dueño de la defensa y de la cartera petrolera, para terminar en quien se dice el gobernante de facto tras la demencia senil del octogenario rey Salmán bin Abdulaziz. En el príncipe reposa el cuestionamiento por el asesinato de Jamal Khashoggi –periodista crítico del régimen– en la embajada de Arabia Saudita en Turquía, las interceptaciones a Jeff Bezos –dueño de The Washington Post a propósito de la persecución del periodista–, la purga de los miembros de la Casa de Saúd y príncipes del poder, la arremetida bélica a Yemen y la muerte y hambruna de millones de yemenís, entre otros. Cosa que su cara fresca de liberal a favor de los acontecimientos públicos libres para mujeres y hombres, la conducción de mujeres y el proyecto de liberalización y de no dependencia del petróleo, Visión 2030, parecen no lograr borrar del todo.
En todo caso los analistas dicen que la decisión fue tardía, incluso escasa. La caída de la demanda del petróleo exige un recorte inmediato de mayor cantidad. Según la Agencia Internacional de la Energía (AEI, con sede en París), esta podría representar hasta 20 millones de barriles diarios en este trimestre. Cosa que los 10 millones de diminución que establece el acuerdo –y que comienza a regir en mayo y junio– apenas son un soplo de viento árabe. La estrategia del me-salvo-yo-primero –la del príncipe bin Salmán mirando su reflejo por la ventana– o la del presidente Putin y su ajedrez mundial –él como rey, claro, y el de las fichas negras–, de cualquier forma, parece desembocar en consecuencias cada vez mayores. La guerra de precios entre Moscú y Riad –o el performance del teatro internacional– al final solo va a representar catástrofes. Esta vez países como Venezuela, Nigeria o Gabón pagarán las consecuencias de esta nueva guerra de los golfos sin gatillo.
La enfermedad de Cushing
Antes de este martes, el día en que cayeron los precios del WTI hasta registrase negativamente, no era famosa la ciudad de Cushing, en el condado de Payne, Oklahoma. En esa población de petróleo se dice que solo hay pistas de presencia humana por uno que otro KFC. No era famosa como no sea su relación con el crudo: de allí surge y continúa, como un corazón que bombea sangre, el petróleo de todo el territorio nacional, “El mayor cruce de oleoductos del mundo”, como dice el orgulloso estadounidense. Allí se almacena en grandes tanques como estadios de béisbol. Allí también se ubica el punto de entrega para los futuros del WTI: un mercado en el que se paga por garantizar el futuro, mecanismo que ha sido la mayor herramienta del sistema financiero en el mundo.
Como la enfermedad de Cushing –síndrome que hace que el cuerpo humano albergue la hormona del cortisol en el cuerpo–, el crudo más activo del mercado financiero se ha ido almacenando tanto que, según la Administración de Información de Energía (EIA, por sus siglas en inglés, con sede en Washington), hace unas semanas llegó a los 60 millones, a 20 de terminar de llenar los gigantescos tanques. En unos días se estima que más de 2,4 millones de barriles llegarán, en seguimiento del contrato de mayo, y tendrán que buscar medicinas para contrarrestar el almacenamiento de cortisol (es decir, de petróleo).
Nadie creía, entonces, que ese martes aciago, el martes 21, Cushing iba a ser más famosa no tanto por el petróleo sino porque iba a quedar como un cuerpo mórbido que almacena petróleo. Las empresas productoras tuvieron que pagar para que les recibieran los barriles. La alternativa de los buques resultó una opción, pero mantener los barriles de petróleo en el mar es más costoso que los mismos barriles. Las empresas de la cadena del petróleo que almacenan el crudo resultaron ser las más beneficiadas. Aún no se sabe con certeza si se trata de una catástrofe momentánea o el comienzo de la caída del mercado de los combustibles fósiles.
“Creemos que las existencias comerciales de crudo de Estados Unidos estarán en niveles sin precedentes a fines de abril”, dijo la empresa Rystad Energy, firma de servicios de consultoría energética, con sede en Oslo. Según el Financial Times, esto ha desencadenado una serie de versiones de los implicados con sus bolsillos. Se han comunicado entre cartas –en uso de ese viejo lenguaje señorial y de prestigio– para manifestar las posturas. El Mercado de Intercambio de Chicago (CME, por sus siglas en inglés), organismo que en la voz de su director, Terry Duffy, dijo que todo es apenas consecuencias del coronavirus y sus impactos en la demanda, y que permitirá que esta crezca sobre la compra de crudo al contado y no tanto sobre los futuros; versus Harold Mann, petrolero afín al señor Trump, quien afirmó que el sistema había fallado negativamente para la economía estadounidense.
Después de ese martes todos parecen esperar el próximo Cushing y el próximo desplome mientras el coronavirus continúa contagiando a toda la humanidad. No habrá Kremlin que lo resista. Tampoco valdrán culpas y cartas que se escriban a medios y agencias para comprender la simpleza de que aunque el capitalismo financiero tenga toda la tecnología a su favor, y el mercado se mueva con datos, información y mensajes de Twitter, nadie podrá hacer nada frente a la ausencia de espacio, es decir, la condición física de la existencia. La razón por la que quienes estamos encerrados lo estamos, y la razón también por la que ni siquiera la muerte finge: ni para el príncipe ni para el presidente ni para el señor.
26 de abril del 2020
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Julián Bernal Ospina