Un escrito para reflexionar el fracaso
El fracaso es un recuerdo al que hay que ir siempre para darle sentido al presente. Olvidarlo es indispensable: tal es la consigna de la sociedad machista del éxito: hay que ser hombres perfectos, sin fisuras. Cuando veo esta fotografía me hago a la idea de que el fracaso es, por el contrario, la condición de una historia vivida. Cuando nos la tomaron sabía que esa sería la primera fotografía, pero no que iba a ser la última. Era entonces un año parecido al 2008 o al 2009, y yo terminaba el bachillerato. Con un amigo del colegio, Juan Sebastián Metaute (yo le digo aún Metaute, a secas), decidimos armar una banda.
Yo desde hacía unos años me había enamorado de la guitarra. Mis profesores del colegio se cansaban de repetirme que la dejara a un lado y que pusiera atención. Pero me llamaba: quería retirarme del colegio y ponerme a estudiar (en este caso, música). Metaute, en cambio, apenas empezaba. Recuerdo cómo tomaba la guitarra con trabajo, y cómo con los dedos perdidos y esforzados procuraba mantener en el mismo lugar los de la mano izquierda, y con gran trabajo mover independientemente los de la derecha. Metaute, después de unos meses aprendiendo, mejoró tanto que me mostraba canciones diferentes de las que yo tocaba. Después de los años sería él quien me enseñaría a mí.
Al ver que ambos estábamos motivados convinimos decirles a Andrés, estudiante de música y hermano de otro amigo del colegio, y a un baterista que conocimos en Bellas Artes. Nos vimos en la casa de Andrés porque tenía una batería en la casa. Nos unimos en el sueño light de todos los jóvenes que deciden tener una banda: tocar por bares y discotecas, hacer giras de teloneros en estadios, crear nuestras propias canciones. El día de la foto, sin embargo, el baterista ya no estaba: había decidido armar rancho aparte. Entonces otro conocido de Metaute lo remplazó.
Mi sensación ahora, unos años después, es que yo siempre estaba enguayabado en los ensayos. Llegaba al ensayadero Randal con el mundo entre incierto y cierto, en ese estado en que no se sabe si estamos prendidos o si ya pasó la rasca. El sitio quedaba a las afueras de la ciudad. Yo iba en el carro de mis papás. En el momento en que prendíamos los equipos y tocábamos las primeras notas, me olvidaba hasta del dolor de cabeza, y fluían las canciones de Smells Like Teen Spirit de Nirvana, Lonely Day de System of a Down, Teddy Picker de Arctic Monkeys, En algún lugar de Duncan Dhu, Always de Blink 182.
Las tocábamos y disfrutábamos. Era una descarga de lo que había pasado durante la semana, un descubrir que era posible hacer música. Y lo más sorprendente: sonábamos bien. No éramos profesionales, pero sí felices intérpretes de canciones con alguna historia por vivir o por contar. El día de la foto Metaute había llevado a su primo para tomarnos fotos y grabar videos. El primo era como él, solo que tenía rastas: anguloso, moreno y apasionado. Soñábamos que ese registro sería nuestro primer antecedente de muchos otros. Hicimos durante las tomas lo mismo que habíamos hecho las veces que tocábamos: creer que éramos la mejor banda del mundo. Nos dejábamos llevar por el sonido que creábamos, que iba y venía entre las espumas, los cables de micrófonos y amplificadores. Embebidos en nuestro sonido.
Yo, lo confieso, me sentía algo estrella: algo de pose de rock, de rebelde infante, pero en realidad no pasaba de niño bien, hijo-de-papi-y-mami, que toca su guitarra Jackson negra, que obvio no compró con su plata. Ahora bien: estaba, con todo, en lo que creía mi cuento, tal vez solo un juego. Recuerdo con energía las notas de la canción de Nirvana: simples repeticiones que me hacían sentir el mejor guitarrista. Para la foto nos hicimos entre los instrumentos, yo a la derecha con mi buso Juan Valdez y el pelo largo, después Andrés, después el baterista cuyo nombre no recuerdo, y por último Metaute a la izquierda. Todos, menos yo, hicieron una pose de algo alusivo al rock.
Tal vez esa imagen demuestra lo que pasaría en adelante: la música sería para mí más un lugar de introspección que otra cosa. Para Metaute y Andrés, y creo que también para el baterista, sería su vida entera. No volvimos a tocar después. Yo solo me perdería entre mis decisiones, el final del colegio, y la búsqueda de un proyecto de vida (que aún busco). Cuando pienso en eso me convenzo de algo: la vocación, más que de éxitos, nace de las frustraciones y de los fracasos. De intentarlo una y otra vez, como si la vida dependiera de ello. Ese fue mi primer fracaso. El primer hermoso fracaso. Pienso que debería ser un derecho: todos deberíamos tener el derecho a fracasar y a intentarlo de nuevo en otra cosa. Pero la mayoría de jóvenes en Colombia no tienen ni derecho al fracaso.
04 de octubre
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Julián Bernal Ospina