El misterioso caso de un feo en un BMW

Todavía están intentado explicar en Manizales el misterioso caso de un joven que se veía feo conduciendo un BMW. El hecho constató el aburrimiento por el que pasaba la ciudad, sin Ferias este año, encerrada en las horas eternas del confinamiento. Por un momento las personas de la avenida Santander que caminaban temerosas con su atomizador de alcohol glicerinado o su frasco de gel antibacterial con alcohol se olvidaron de que debían guardar los dos metros de distancia. Se aglomeraban por la avenida mientras pasaba el fenómeno inaudito, y lo acompañaban con gritos y risas voleando tapabocas, bolsos y sacos a su paso, en nostálgico ritual parecido al de las reinas del café, que para este año se quedaron en sus casas con la esperanza de que por lo menos pudieran desfilar frente a la pantalla.

Cuentan que cinco habitantes de calle, desprendidos por unos segundos del hambre que les colmaba las entrañas, le gritaban al sujeto que los dejara manejar a ellos el bólido blanco descapotado. Le decían que hasta así, vestidos en su ropa de almohada callejera y cobija de cartón, les lucirían más los cientos de millones del carro. En cambio, con él al volante, parecían un apeñuscado desbarajuste de partes compradas en el barrio Liborio. Los ciudadanos de clase media más atrevidos salieron de sus casas en pijama y pocillos de tinto a medio tomar, o se pararon indignados con sus periódicos a invocar al Dios de la belleza manizaleña, a propósito de esa cara entre Jaime Garzón y Mandíbula que no lograba ocultar el nerviosismo de ternero asustado entre la turba de corrida improvisada.

Los estudiantes que pasaban por ahí iban a averiguar algún libro que los despertara del insomnio o a fumarse el cigarrillo para espantar el tedio. Algunos, de gafas y con el pelo pintado de azul, comenzaron por unirse al baturrillo de indignación tras la dulce imagen de un convertible vuelto blanco de burlas. Segundos después, inspirados tal vez por una mezcla de risa compasiva, hicieron un cadena humana, a la usanza de las veces en que habían tenido que huir, en idénticos escudos hechos de su misma carne, de la Universidad de Caldas. El trancón creado ya llegaba hasta el Centro, y la desesperación recordaba la supuesta razón por la que sus habitantes preferían las calles faldudas manizaleñas, y no las planicies bogotanas repletas de interminables pitos y asfaltos.

El hecho causó que revivieran los ánimos apaciguados por el miedo de la pandemia. Las generaciones, a la luz de un sol lozano de sábado de tres de la tarde, recordaron los antiguos prejuicios que los mantenían activos en el cuadrilátero callejero. La policía llegó ya cuando el conductor escapaba atravesando la avenida. Hicieron el corrillo, le pidieron los papeles y, aunque quien estaba al volante no era el dueño del carro, tenía todos los papeles en orden. Le impusieron que, por indicación expresa del alcalde, beneficiado momentáneamente por no ser el principal objeto de críticas, le quedaba prohibido manejar sin el techo, de manera que para las siguientes ocasiones no volviera a indisponer la armonía pública.

Cuando el joven desapareció, los periodistas registraron el hecho no tanto por la feúra, que en realidad no era tanta, ni tampoco por los lujos que mostraba tener el auto en mención. Sino, más bien, porque hizo a la ciudad sentirse viva de nuevo, otra vez lanzada a la calle en busca de escenarios en que pudieran desfogar sus emociones, sacudirse del hastío y recordar por unos minutos el tradicional ejercicio de la burla.

14 de febrero del 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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