Fue tanto el impulso que no nos detuvo nada más

No te niego que quería conocerte, o por lo menos ver a alguien parecido a ti. Tú sabes que cuando uno busca algo siempre tiene la expectativa de encontrarlo hasta al abrir el cajón de los calzones. En tu caso nunca lo sospeché. Tenía tantas horas de viaje encima y el estrés del contagio inundaba mi cuerpo de tal forma que solo podía estar pendiente de eso. No sé si te ha pasado, pero la misma ropa de dos días y medio le hace a una sentir que la piel se va volviendo parte de la ropa, de modo que al quitársela teme que pueda arrancarse los pantalones con todo y dermis. Supongo que te habrá sucedido cuando tienes esos turnos eternos de todo el día con el mismo uniforme y por eso comienzas a creer que tu piel es esa mezcla industrial de algodón, poliéster y seda artificial.

No lo sospechaba, te lo juro. Mucho menos en el lugar que podría ser el menos humano posible. Cuando te vi no me había sobrepuesto todavía de sentirme la persona más cochina del mundo en esas paredes blancas, esos vidrios que separan lo que hay aquí de lo que hay allá, esas baldosas como desinfectadas de toda mugre, esa luz blanca tan iluminadora que parecía un sueño del mismo cielo, ese trato de la recepcionista como si yo fuera una criminal contagiada. Tú venías caminando y yo te juro que te vi bailar por ese pasillo. Aún no sé cómo alguien podía estar tan alegre ahí, en el lugar en donde se evade el contacto directo. Ahí, a pesar de eso, yo te vi bailar.

Pudo ser que solo te imaginé bailar, o que en realidad caminabas tan feliz que pensé que bailabas. Dudo de todo, menos de que permanecías feliz. Yo tenía miedo. No obstante, me fui adaptando a ese espacio de transición en que todos compartimos sin querer algo de nuestra existencia en las frías salas de espera. Había unas diez personas esperando y ya habían pasado veinte minutos: un hombre cincuentón inconfundiblemente gringo que no paraba de mover la pierna izquierda; una tierna madre con su hijo de brazos: ella tenía los ojos negros y las cejas delineadas, el pelo envuelto en una burka negra. Me encantaba ver la forma del amor en su rostro, como si pudiera comunicarse telepáticamente con él.

Dijiste mi nombre con tu voz profesional en toda materia formal. Yo me impresioné con ese primer encuentro con tu imagen. Eras una bailarina que hablaba con la asepsia de una máquina quirúrgica. Yo te seguí como si me hubiera ido a practicar un ritual milenario, como si yo misma fuera el objeto: la muñeca que se pone en el centro de una mesa en medio de un templo, muñeca alrededor de la cual comenzarían a bailar con pinzas y separadores, bisturís y suturas, agujas y tijeras.

Te juro que me eché la bendición, yo que me creía la más atea del mundo. Me hiciste pasar con un gesto como si me introdujeras al oráculo de mi destino. En este caso, yo misma hacía parte de él como espectadora y como sacerdotisa. Me diste toda la indumentaria impersonal –un delantal, un gorro, unas gafas, una bolsa de papel kraft para meter el tapabocas– que me ayudaste a ponerme con una sonrisa que pude adivinar a través de tu doble mascarilla. Desinfectaste todas mis cosas con la perfección del mismo movimiento repetido miles de veces. Me senté con mucha preocupación. Tú me diste las indicaciones del protocolo: que quizás me iba a doler, que no me moviera, que de pronto iba a sentir molestias unas horas después, que me relajara porque todo eso era normal, que los resultados saldrían en dos horas, que tenía que esperar en el aeropuerto hasta que salieran los resultados, y que si salían negativos podía irme de aquí.

Tú te reíste cuando te dije –sin saber muy bien de dónde saqué las fuerzas– que justo en ese momento no me gustaría irme. Detallé tus ojos. Me pregunté cómo es que podían verse aún más allá de todo ese andamiaje de la pulcritud: la pretensión de agotar hasta la mínima expresión toda caricia. Olvidé por completo que en ese momento pasaba a través de los conductos de mi nariz un hisopo para saludar en íntimo contacto directo a mi cerebro. Estuve en tus ojos el tiempo suficiente para querer verlos sin el obstáculo impertinente de las gafas. Eran azules, como si tomaras goticas de mar y las encerraras para siempre en tu mirada. Tuviste que decirme que ya todo había terminado, que ya podía levantarme.

Lo hiciste con un chiste. Dijiste: “¿Te gustó tanto que no te quieres ir?”. Yo reaccioné con lo primero que se me vino a la cabeza, y aún no sé tampoco qué hice para que, como siempre me pasa, no se demorara tanto el trecho entre el pensar y el decir: “Lo siento, es que me quedé encantada con el paisaje”. Tras de lo cual tú te reíste con una carcajada que llenó todo el espacio. En ese momento sucedió lo inesperado que había esperado –tú sabrás entenderme–: tomaste un post it que tenías sobre el escritorio y en él anotaste tu número de celular. Yo te dije que justo necesitaba eso, porque, después de tantos años sin volver –pues había estado estudiando por fuera–, iba a requerir una compañía que me mostrara todos los cambios de la ciudad. Tú me contestaste que con mucho gusto tenías una amiga que era guía. Te burlaste de mí de nuevo y me dijiste que te escribiera. Yo te confesé que te daría un abrazo si no fuera por todo esto. Me respondiste con uno que rompió todos los protocolos. Yo guardé tu nombre de Cristina Aeropuerto en el celular para que no se me olvidara después. Y para que nunca olvides lo que nos pasó, te escribo esto justo cuando me llegan los resultados negativos de la prueba.

31 de enero del 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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