Pensé que también me habías olvidado en el sueño, en el único lugar en que me recuerdas. Supuse que entraste perdido al cuarto, con el alma de una piedra, ensombrecido en tu sueño cotidiano, que al mismo tiempo es tu olvido. Diste dos vueltas de preso desesperado buscando en las paredes blancamente amarillas, en las esquinas tejidas de telarañas, tal vez alguna pista de a dónde habías entrado. Aunque en verdad estabas reconociendo un espacio que era tuyo. Lo supe cuando te sentaste al escritorio y me miraste, es decir, te miraste. Sonreíste al darte cuenta de que me habías engañado. Sin embargo, la sonrisa paró cuando reparaste en que la grieta del espejo había crecido un poco más en comparación con la forma que tenía en el sueño pasado. Esa fue la alerta para tomar el lapicero y el cuaderno y comenzar a escribir antes de que despertaras.
“No hay razón para creer que no seas el mismo”, escribes, con letra oblicua y azul, sobre el escritorio antiguo de madera. “Eres el mismo ser de límites estridentes y pasos perezosos. Para que lo sepas de una vez: así es la realidad entre los tiempos. Tienes una misma copia de ti que se repite una y otra vez hasta que, en un instante iluminado de una vida, recuerdas quiénes has sido y quién eres en ese momento. Es ahí cuando no vale seguir replicándote después de morir. Ya te conviertes en materia disponible de la nada”. Pasas tu mano de un lado al otro del papel tan rápido como te es posible. Solo te interesa llenar las páginas de letras antes de que todo acabe una vez más. La rodilla derecha no para de moverse exasperada como queriendo ella emanciparse del cuerpo y salir corriendo. Así lo logre, no podrá escapar: toda la habitación está sellada con llave.
No me recuerdas cuando te despiertas, a pesar de que fracases una y otra vez en tus empresas infortunadas. Se te pierda la memoria como si se la hubieran llevado los duendes invisibles. No importa que la vida se burle de ti, una vez más, y cuando creas que eres el más extrovertido, una nube negra pasa en el fondo de tu mente y te nubla la conciencia. Olvidas las llaves adentro. Quiebras todos los platos. Partes los adornos. Dices sí cuando se trata de no y no cuando se trata de sí. No sabes el alcance de tus palabras y crees conocerte aunque siempre te sorprendes haciendo exactamente lo contrario de lo que dijiste querer hacer. Trastabillas cada trayecto, inundas de dudas tus relaciones, te conviertes en un desierto andante.
“¿Quién diría, joven –continúas–, que la nada es el lugar del descanso? ¿Quién diría que no existe ni el cielo ni el infierno ni el purgatorio sino solo el abismo, y que ese abismo es el descanso eterno? Me he dado cuenta, así lo olvide una y otra vez a través de los días, que solo somos tortugas que han quedado con las patas hacia arriba, y que, aunque luchan por enderezarse de nuevo, solo logran moverse unos centímetros en ese vaivén estático de barco encallado, movimiento continuo y eficaz no hacia la vida, hacia la cotidianidad eterna, sino hacia el abismo y su infinito fondo. Aquí solo importa, estimado yo del espejo, la fuerza con la que procuras moverte de nuevo. Así sea inservible: es lo único que mantiene el sentido de la vida: el sinsentido”.
Me miras, te miras a los ojos, en la superficie fría de ti mismo, el umbral acechante y liso, y atestiguas que estás hecho de máscaras que te quitas y te pones al entrar y salir de este sueño, que te quitas y te pones al entrar y salir de tu casa, de tu cama, de tu clóset. Sabes que aquello que ves no eres tú, pero se parece tanto. Tú no eres este plano camaleónico condensado que todo es menos sí mismo. No lo eres porque te tocas y estás hecho de piel untada de horas, de carne oculta en la oscuridad del cuerpo. Este que ves, en cambio, es solo materia inerte ávida de las figuras del mundo. Aunque sea así, aunque el órgano y el reflejo son ámbitos diferentes, ¿te has fijado que el órgano refleja y que el reflejo late?
Sí, ya te has fijado en ello. A pesar de que en este sueño escribas mirándome, mirándote, cuando te despiertes lo olvidarás todo, y sentirás que cada día naces de nuevo como si fueras una mísera hoja en blanco en un cuaderno nuevo sin historia. Te perderás en tus impulsos emocionales y buscarás lo que justo el día de ayer habías encontrado antes de cerrar los ojos. Dirás que esta vez sí lo has encontrado, que esta vez sí tendrás la fuerza para tomar las riendas del caballo desbocado de ti mismo, pero hallarás de nuevo el desorden de ti, la desproporción, el miedo, la ira, el desespero, y caerás otra vez sobre la cama como caen los muertos a las tumbas, los vencidos a su charco inútil de lágrimas.
Sonríes. Escribes. “Yo te busco, inconsciente, consciente, cada día fugaz de mi vida. Escribo frases en las paredes de mi cuarto con las que me entero de una búsqueda latente. Cuando estoy despierto no sé por qué las escribo de esa manera. Lo hago para intentar saber que te miro ahora, en este sueño inconcluso, o sueño que concluye para reiniciarse una y otra vez en el intento imposible de que te recuerde cuando despiertes, y que sepas de una vez por todas para qué naciste en esta siguiente vida”. Esperas un momento y vuelves a sonreír mirándome, como quien, por fin, encuentra el sueño en sus propios ojos. Tocas y sientes la madera, palpas la sensación y en ellas hallas la vida. ¿Reconoces cómo es sentirla en el sueño? ¿Sabes quién más, en estos mundos paralelos, es capaz de vivir a través de sus sueños?
Aparece un vaso de agua, un pocillo de tinto. Te lo tomas uno y otro mirando perdido algún punto de la pared infinita. Descubres en ella una grieta que te sorprende. ¿La habías visto antes? No. Tal vez solo te habías detallado a ti mismo, a esta voz que te habla desde el espejo, y en esa perspectiva te habías quedado embebido. Fue el inicio del descubrimiento de esta habitación sueño al que llegas como una piedra y sales después como una mariposa. El inicio del descubrimiento del sueño es esta grieta que atraviesa toda la pared, desde arriba en su techo liviano en el que el viento baila, hasta abajo en el piso pesado como el espacio propicio para las alcantarillas.
Caminas alrededor de la cama vacía. Ves que alguna vez estuvo alguien acostado ahí, y que dejó en las sábanas y cobijas las marcas de una pesadilla. La cama es blanca como una mente vacía. El cuarto te revela una luz vieja en las cosas: el nochero estrecho de objetos que han olvidado para qué sirven, de suerte que un libro tiene el aspecto de un cuadro polvoriento, una cámara parece un ojo nostálgico y ciego, y una libreta es comparable con la cantidad exacta de palabras colgadas que no se han escrito. Las tocas una por una y el dedo dibuja un mapa en código para arañas solitarias o para los pequeños insectos en forma de pescados heridos que se quedan entre la ropa sin usar.
Sigues caminando y el cuarto ya no es solo un cuarto sino tu propio mapa. Alguien más tal vez ya ha pasado por él con su dedo gigantesco y tú andas en medio de escombros dejados adivinando lo que con la mente cerradamente humana es posible adivinar. Eres, sí, ya lo adivinaste, por eso me miras aterrado al llegar a la otra esquina, no más que una araña solitaria, o un insecto con la forma de un pescadito que mueve su cola de un milímetro a otro buscando algo, pero que en realidad está perdido. No paras de mover las manos de las rodillas a las piernas, de las piernas al pecho, y sientes el intempestivo sudor bajar por la entrepierna y dominar el abismo insignificante entre la piel y la ropa. Entras al baño y te das cuenta de que en el otro espejo están todavía las gotas de la crema de dientes que dejaste sin saber como pequeñas estatuas de una vida que se quedó ahí. Un día pensaste que era el comienzo de la jornada. Te lavaste los dientes con la rutinaria eficiencia de cada mañana sin dudar que volverías esta noche. No volviste, y se quedaron las cosas tal y como las dejaste al irte.
Me miras, te miras de nuevo, desde la lejanía del baño. Sonríes con la mirada iluminada de una idea que te colma. Vienes hacia mí con paso decidido. Esta vez no te percatas de lo que te rodea. No te detienes a pensar si eres una araña o un pescadito insecto. Solo caminas y te sientas en la silla que ha sido tu puesto. Tomas la libreta y te miras, me miras. Sabes dónde está el café y, aunque esté frío, lo acabas, hasta el final, sin importar que el trago te deje un amargo en la garganta. Luego te tomas el agua de un solo envión y pasa como una cascada por la garganta, una cascada sonora y paradisíaca que encuentras después de haber caminado todo un día.
Escribes con el mismo ritmo frenético del comienzo de este sueño. “No creo en nada de esto que inventas, espejo de mentiras. Quisiera quebrarte pero tengo que convivir contigo porque haces parte de mí. Yo también me busco al despertar. Yo también escribo en las paredes con ese impulso que menciones. Siento esa necesidad de crear palabras en cada sitio a donde voy, como dejando migajas de mí mismo trepando hacia el techo. Quisiera que lo vieras tú también cuando despiertes de tu idolatría en el espejo. No es que aparezcas en cada fracaso para que me recuerdes qué soy y qué no soy, sino que yo mismo soy fracaso y también soy encuentro. Ya te lo dije con la metáfora de las tortugas. Lo importante es el movimiento, así sea que de pronto caigamos al abismo. Es más: ¿y si después no hay abismo sino solo otro camino, como un tobogán que nos lleva a otra parte?”.
“No me importa si mañana al abrir los ojos se me olvida este sueño como el eterno sueño al que me traes al dormir. Con el querer descubrir que en cada pared real pintada de blanco absoluto hay palabras escondidas, con el querer saber que todos los días hay alguien que escribe con el viento ausente, con eso sé que existe vida y alguien tal vez descubrirá en esa existencia algún motivo para saber que camina. No me pidas que sepa cuál es el sentido de la vida porque nunca lo sabré. No sirve de nada preguntarse por eso mientras miras el blanco amarillento de este cuarto y te quedas quieto para que vengan a ti las palabras. Tampoco el olvido ni el polvo son malos: aquí están para seguir siendo lo que son y, cuando descubran su camino, serán otra cosa, o dejarán de ser”.
Cierras la libreta de la misma forma en que caminaste hasta aquí después de haber ido al baño. La pones a un lado. Ya no hay nada sobre el escritorio. La grieta del espejo ha crecido un poco más. Pones las manos una sobre otra como una hoja liviana que cae. Respiras con ritmo pausado al tiempo que cierras los ojos. ¿Quieres despertar o quieres permanecer en el sueño? No lo sabes. No depende de ti. La noche en sus dominios hace con el tiempo su arbitrario deseo de estirar los minutos o de acortar las horas en un cerrar y abrir de puertas. Me miras, te miras. Ya no hay tiempo que perder. Agachas la cabeza y te recuestas en el escritorio. ¿Alguna vez sentirás al despertar lo mismo que sentiste al dormirte? No lo sabes. Solo duermes como buscando en la realidad algún reflejo del sueño.
21 de febrero del 2021
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Julián Bernal Ospina