Lágrimas de mercurio

Los suyos eran otros tiempos estos tiempos. Algún día despertó y se preguntó cómo era posible que antes no lo hubiera hecho así: la gente, pensaba, se levantaba sin darse cuenta de que había abierto los ojos justo en ese segundo y no en otro. En otras palabras, a este sol que ahora embiste no le correspondía en él el mismo reflejo de la tierra. Todo para su mente estaba alterado por el parpadeo de los milenios. Él constató que la imagen que hacía de sí mismo era la de un emisario del lejano futuro de números digitales, enviado quizás desde el pasado en forma de sombra y arena para la exploración de un presente irresoluble con el fin de recordar cómo la humanidad, en su existencia furtiva de la eternidad, no podía volver a ejercer su poderío de las horas.

Quienes lo habían conocido sabían que había algo de misterio en sus comportamientos; en realidad correspondían a la dispersión de una mente estrecha que se quedaba en un recuerdo o en una preocupación. Jamás, sin embargo, alguien hubiera imaginado que tras esa piel agriamente humana, de esa cabeza cansada de estar sostenida, habitaba una maquinaria aceitada de petróleo, con metales invencibles moviéndose armónicos por el ir y venir de un pensamiento, tal y como sería el interior del reloj milenario sobre el cual reposa la tediosa tarea de mantener la armonía del universo.

Él tampoco lo sabía ni lo intuía. Solo nació como nacen los humanos después de una noche hacia la jornada, y vivió tal cual lo hacen ellos un día tras otro sin ser revelados los secretos de las horas. Madre y padre como los de cualquiera, la hermandad solo de ciertas amistades montunas que lo acompañaban en la constante rutina. La soledad lo seguía cual perro fiel en sus continuos desvelos de dormido en vida en que contaba todos los segundos de los minutos, al tiempo que el mundo sucedía en el trance de voces entrecortadas que apenas si eran percibidas por él, abstraído por completo en divagaciones futuristas de calendarios, anuarios y épocas.

En todo caso, esa mentada dispersión no le hizo omitir el hecho de que alguien lo visitara cuando se disponía a cobijarse como quien se introduce en las sábanas del dios Kronos. Al cerrar los ojos descubrió que un ser mitológico lo veía colgado del techo. No tuvo tiempo para percatarse de si aún los párpados le cubrían las pupilas o si ya veía a través del aire las cosas del mundo. El ser proyectaba la mirada roja y brillante; la cabeza dos veces más grandes que el mínimo cuerpo; dos cuernos paralelos se erguían del cráneo de calavera; el cuerpo forrado de azul propalaba indicios de cierta plasticidad acuática; y las articulaciones recogidas y tímidas ayudaban a los miembros a sostenerse sin esfuerzo, con lo cual simulaba yacer sobre el techo y no estar desafiando las leyes de la gravedad.

Aún no sabe cómo vio esa criatura artificial si las horas densas de la noche dominaban con su sombra la claridad. Solo la vio, y pudo constatar la rápida reacción del ente al saltar en segundos y ponerse al lado de la cama inmóvil como él mismo. Sintió el auscultar iracundo de unas manos acostumbradas a ese movimiento de revisión frenética, y cuando menos supo estaba todo desnudo con la ropa rasgada y el cuerpo tiritando del frío. No podía moverse, aunque lo hubiera querido, tal vez por una sustancia airosa que desprendía el animal de sus fauces sin dientes y oscuras. La anestesia alienígena poseía cada milímetro de su piel pero, en lugar también de limitar su conciencia, la había excedido: se daba cuenta del ruido de las hilachas desprendidas de la ropa cuando caían sobre su cama.

La criatura saltaba y saltaba y de un momento a otro paró para morderle la nariz, lamerle los dedos y después la boca, en inesperados gestos de cariño. Al tenerla tan cerca se dio cuenta de que la criatura se había encariñado con él, y algo intuyó que no era la primera vez que lo veía ni que se le acercaba, sino que esos movimientos correspondían a la realización de un minucioso plan esbozado en la esquina de su cuarto, bajo la invisibilidad del sueño. A la caricia le siguió una lágrima de plata bruñida e inodora que le lloró del ojo derecho justo cuando puso la cara frente a la suya para mirarlo de cerca. La lágrima hizo un recorrido en espiral por el cachete y cayó en el preciso cauce de la comisura del ojo izquierdo, la más cercana a la nariz. Unos segundos duró la reacción de la mente, que lo hizo sentirse caer a un abismo hasta que despertó intacto una mañana de luz clara.

Lo que siguieron fueron mareos, pérdidas de memoria de mediano y largo plazo, temblores, dolores de cabeza e incapacidad de movilizar los dedos de la mano derecha. Solo la meditación, un baño de agua casi hirviente y el contar las gotas de lluvia que caían lograron curarlo poco a poco de la ensoñación a la que estaba sometido. ¿Había sido un sueño o había sido real lo que había vivido la noche anterior? No tenía cómo saberlo. Se dispuso a organizar la pieza tal y como siempre lo había hecho, con metódica paciencia de relojería. No obstante, al principio no se había percatado de que un sonido había comenzado a surgir en su interior. Casi imperceptible como gotas de mercurio al caer, empezó a crecer tanto que llegó a confundir el exterior con una cadencia de metrónomo. Un tic, tac, tic, tac, tic, tac continuo y eterno hasta que se convirtió en un motor corporal de mil caballos de fuerza dentro del pecho.

Se acostó con un sudor meloso y petrolífero que le envolvía la piel. Las articulaciones buscaban hacer que los miembros se le unieran al tronco del cuerpo, y destellos de maquinaria retorciéndose sonaron en su conmoción de chatarras comprimiéndose hasta formar el cuerpo de un reloj sólido y estrecho, circular y brillante, que marcaba las horas y los minutos con las manecillas de los brazos. Recostado, sin poder gritar ni moverse, vio los rastros de la criatura mensajera de Kronos en la esquina inferior derecha del techo.

28 de febrero del 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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