Una reseña del XX Festival Internacional de la Imagen
Es más que revelador que el XX Festival Internacional de la Imagen no haya sido pensado como un evento que debe traducirse a la pantalla, sino uno que fue pensado directamente en y para esta. No solo por el hecho ya padecido o gozado de la vida digital por la pandemia; más bien por la que interpreté su intención: en este mundo apestado en que la cultura digital se potencia, una preocupación por las relaciones interespecies puede hacer el poshumanismo más que un mero listado de extrapolaciones de la inteligencia artificial; en cambio, una actitud para buscar la vulnerabilidad de lo humano y la coexistencia con las otras especies de la tierra.
La imagen del Festival recrea esta sensación: en la pantalla había círculos que flotaban en el espacio, algunos de ellos con otros círculos concéntricos; los colores veteados –azules, verdes, amarillos, naranjas y rojos que fluían como magma– tanto podían ser la representación de un virus o de un planeta flotante. En el fondo había esferas esporádicas casi imperceptibles, alumbradas someramente por un cuerpo que no aparecía pero que ardía. En el centro, como si uniera el lenguaje con la fuerza de la gravedad, la palabra INTER / ESPECIES: solo esta concepción entre las mundos podía mantener en equilibrio el cosmos interior y exterior que somos.
La nada, el todo
Jorge Carrión proponía un ejemplo: “Si los alienígenas vinieran, no querrían hablar con nosotros [los seres humanos]”, sino con árboles y ríos, aves y vientos. Quién diría que la pregunta por los vínculos con especies no humanas es lo que en realidad podrá mantenernos bajo el sentido humano: ya no acabados y completos, sino bellamente fugaces. Al decir de George Orwell: “Lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano”. Si hay algo en esa atmósfera de sueño espacial con sonidos políticos que fue el Festival es que el ser humano es nada: compuesto casi en su totalidad de elementos químicos como oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, calcio y fósforo, para cuyos procesos vitales requiere bacterias y hongos, virus y animales.
Y, sin embargo, con John Donne, cada ser humano lo es todo: “por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”; como lo es todo también una piedra en su presencia rígida de fundamento, una hoja en su vida verde al viento, una hormiga en su ritual inacabable de conseguir comida. Aunque, yendo más allá –y creo que esto es el sentido del Festival–, lo es todo el espacio en que estos asuntos coexisten y dialogan. Quién diría que la inteligencia artificial se convertiría en la traductora de este lenguaje entreverado e interespecies.
Lo político frente al abismo
Rocío Berenguer abrió el Festival con un tecleo dubitativo y ansioso de teatro y arte digital. De su lenguaje fueron saliendo palabras para crear la que sería la Declaración Universal de los Derechos Interespecies del Sistema Solar, en la asamblea del G5 (recordando irónicamente los encuentros excluyentes de los Estados más poderosos del planeta). Esta especie de constitución mundial proclamaría acuerdos de principios para la cooperación de animales, vegetales, minerales, máquinas y humanos, todas las formas de vida existentes e imaginarias: “la que sin palabras habla, sin pies anda, sin piel es tacto”. Una utopía en que el ser humano no sería la única representación de la vida sino un ser que “zonea” las otras especies, que se pregunta por los límites y el equilibrio, capaz de ponerse sobre y bajo ellas. Como diría el director Felipe César Londoño López, de la mano de Humberto Maturana: “Nuevos paradigmas poshumanos y pospandémicos para encontrar nuevas rutas de habitar el mundo”.
Cualquiera creyera que la política termina donde empiezan las pantallas. Pero si algo mostró el Festival fue la creación de un ambiente político como una bisagra de lo que se vive actualmente en Colombia. La denuncia de la violencia que vivimos, el intento por comprender sus mecanismos internos y la unión para contrarrestarla fueron ideas que tejieron obras como Memorias de hoy, de José Manuel Berenguer, Gonzalo Billarella, Oscar “Tata” Ceballos y Julio Catalano. Esta recogía, con sonidos que parecían de ultratumba, una serie fotográfica como una denuncia o un grito de impotencia. También la videodanza 6402 de Sebastián González, en la que el artista iba creando imágenes con el cuerpo hecho metáfora del dolor, a la vez que la música del himno nacional se emitía con sonidos distorsionados. En tiempos en que el amor es una ilusión tecnológica que crea las imágenes del propio deseo, la apuesta por construir una cultura política digital contraponía la imagen del narciso que solo busca su placer opuesta a la imagen del otro que siente con el otro en la ilusión de la pantalla.
En la obra Sucesiones de Jaime Alonso Lobato Cardoso, el sol y la bacteria, el magma y el espacio eran figuras que hacían meditar sobre la vida y la muerte. Una de las frases decía: “La contemplación y aceptación de la muerte son altamente generadoras de vida creativa”. Además, como lo hicieron ver los proyectos presentados en el panel Diseñar el mundo después del fin del mundo, dirigido por Martin Groisman, el futuro y el fin aparecían no ya como un tiempo que vendrá sino como un presente que se reflexiona en lo posible, lo plausible, lo probable y lo preferible, tal y como como diría Cleomar Rocha. El lector puede imaginar formas de la democracia con estos proyectos de jóvenes de Latinoamérica como el diseño de un bioparche en el entrecejo que funge como un tercer ojo, un facilitador para el proceso psicoanalítico y un poema aplicativo para crear hábitos de lavarse las manos.
Paisaje sonoro, palabra pintora, sonido hablador
No se podía oír, ver ni sentir de la misma manera. De suerte que los paisajes sonaban, las palabras pintaban, los sonidos hablaban. Las formas recreadas en la interacción máquina y ser humano, ser humano y ser no humano nos hablaban de fronteras que aún no sabíamos que existían, como un límite que se descubría para ser roto inmediatamente. La pantalla se iba transformando en figuras inexplicables y el espectador quedaba con la sensación de estar él mismo transformándose también; presenciando cómo le salían de la piel interfaces y sonidos brillantes, estrechos, ácidos, magnéticos, guturales, naturales, minerales, profundos; o cómo a la mente en la oscuridad de su incomprensión la sorprendían partículas como puntillas en movimiento, grandes riscos reflejados, flautas milenarias que hablaban en lengua contemporánea, universos paralelos que se replicaban a sí mismos, rosas impuras fragmentadas y adoloridas.
Todo ello sucedía con plurales fórmulas y atrás, atrás de esa ficción que era la pantalla, atrás de los personajes que hablaban y mostraban sus rostros frente a libros, frente a estudios de ventanas con cielos claros, atrás sucedía la natural cotidianidad, la vida que no se detenía con la forma de un televisor encendido o de un plato sobre el comedor; con la forma de banderas hondeando, de gritos y arengas, de bailes y performances en los que se representaba la vida en juego en la calle, cuando el miedo hace que el corazón avance.
Imaginar el presente distópico
La imaginación, entonces, se volvió el espacio para habitar otros espacios y tiempos a través de los espejos negros. No la imaginación como imposibles, fantásticos, irrealizables; la imaginación de lo posible, interno y externo, al conectarse con las expresiones del cerebro social. El sueño viviente que escribió Orwell en la novela 1984 es tan perfectamente posible como la rebelión de las máquinas. Vivimos la distopía que tantos habían soñado. Qué nos queda si no es imaginar –volver consciente– nuestro paso efímero debajo de los árboles. Esa pudo ser la última vez que la garganta sintió el frescor del agua como una cascada.
Decía Jorge Carrión: “La tierra no es nuestro fortín”, postura que va de la mano con las reflexiones que suscita la ciencia ficción especulativa, que bebe de los desarrollos tecnológicos y científicos. Según el escritor, la inteligencia artificial nos permite, ahora, encontrar el lenguaje de los animales (con Carl Safina), y conocer las distintas sensibilidades de las plantas (con Stefano Mancuso). Podremos en unos años entender a la perfección lo que quiere decir nuestro perro cuando ladra tres veces. Queda, no obstante, la pregunta de cómo oírnos como seres humanos; solo cuando seamos capaces de oír a las plantas seremos capaces hacerlo.
30 de mayo del 2021
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Julián Bernal Ospina