Desde un tiempo para acá me determina la pregunta de en qué medida estamos determinados. ¿Hay un camino que ya nos había sido dado recorrer? ¿Una especie de ruta, pasos prestados ya por el tiempo, o por una entidad que había prefigurado cada una de nuestras acciones? De manera que esta escritura y su lectura eran también parte de una escritura y de una lectura secreta que trascienden lo visible, lo aparente, lo obvio.
Me reconforta saber que somos un juego de parqués universal: que hay otro más que tira los dados por nosotros –alquien que nos mira como nosotros vemos a una mariquita–, y que con su mano mueve las fichas y salta las casillas, y que define la estrategia adecuada del recorrido circular para llegar al mismo punto de partida, aunque esta vez nos dirija hacia el cielo; como si la única manera de trascender fuera volver al lugar inicial.
Eso me consuela. No estoy convencido, pero solo encuentro esa explicación cuando me remonto al movimiento del presente provocado por un leve cambio del pasado: tan solo un acto modifica el tránsito del resto de los días; un sentimiento, una pregunta, una palabra. Y luego resulta que todo, de una forma extraña que no logramos comprender, debía ser así, desde el inicio y después, porque o si no el mundo sería otra cosa; nuestro mundo sería otro.
¿Y qué pasa con la muerte, con el dolor, con el sufrimiento, con la injusticia? ¿Acaso habría que justificarlos por esa idea de que así debía pasar y no de otra manera? ¿Entonces solo nos queda sentarnos a mirar a través de la ventana a esperar que esas manos jugadoras de parqués lancen los dados de nuevo? ¿Entonces deberíamos no sentir nada porque todo estaba escrito?
Se me escapan las respuestas. Mi amigo Gabriel Méndez diría que en esa tensión habría que conciliar los contrarios de la determinación y de la agencia humana. Llegar a una síntesis en que el divino azar, en su juego de contingencias de la vida, ponga las cosas en su lugar, en su orden desordenado, en su caos equilibrado. Otra forma más de señalar explicaciones sobre un andamiaje universal más grande que nosotros, cuyas leyes secretes, a pesar de que estén inscritas en cada célula nuestra, no conocemos ni seremos capaces nunca de hacerlo. Mientras tanto, así no lo hagamos, el mundo vuelve a nacer cada día, y nosotros nos vamos a él como quien se apresta a descubrir de nuevo un libro.
05 de julio
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Julián Bernal Ospina