Intercambio de almas

Óleo sobre lienzo. Dos desnudas, por Pablo Picasso (MOMA, Nueva York).

–¡No puedo creer que eras tú!–, gritó María, sentada en el piso de su cuarto, recostada en la pared, subiendo la cabeza.

–¡Sí, claro!–, dijo Juana, al otro lado de la pared. El de Juana era un cuarto que, a pesar de ser sábado a las once y catorce de la mañana, solo tenía la cama deshecha; de resto, ropa, libros de geometría y de diseño, computador, planos, cuadernos: todo puesto en su lugar.

–Yo sí decía que te había visto antes. Entonces te perdono que anoche hayas hablado como hasta las tres de la mañana. Casi no me dejas dormir– dijo María. Rara vez, en cambio, la cama de María se veía tendida, incluso cuando eran largos días de estudio en reuniones con compañeros y clases.

–Tú sabes que estaba hablando con Álex– respondió Juana.

–Dile a Álex también que hace dos noches hablaste con Javier– replicó María.

–¡Javier y yo solo somos compañeros de estudio!– dijo Juana, volteándose y viendo a la pared como si en realidad pudiera ver a María.

María sonrió. Aunque sabía que no la veía, había adivinado que Juana ahora la intentaba mirar directamente. Entonces con su mano le hizo un gesto con el dedo corazón. Juana lo sintió, se volteó de nuevo, se recostó contra la pared, y le insistió:

–Estás brava porque desde que vinimos a Madrid tú no has conseguido a nadie, ni nadie se ha acordado de ti– respondió Juana.

En efecto, el viaje resultó ser la apertura para Juana, después de que durante toda su infancia había estado encerrada siguiendo los caprichos de su madre. En cambio María sintió que todo su mundo cambió, y esa transformación la hizo extrañarlo tanto que se quedó inmóvil, añorando a través de la ventana las escapadas con sus amigas a comer helado, los súbitos manoseos con su exnovio en la oscuridad del cine, las risas contando historias con su familia frente a un plato de pasta recién hecho. El encierro le había provocado, sobre todo, un estado de reflexión tal que se la pasaba todas las noches preguntándose cómo habría de cambiar ahora su vida, por qué de pronto a quien amó –y en quien había depositado tantas esperanza, con quien había hecho tantas cosas que jamás había pensado hacer– ya habría de desaparecer, tal vez para siempre.

–Prefiero eso a andar regalándome a quien aparezca por ahí– sentenció María, con la voz entrecortada y el temblor de la pierna que aparecía cuando sentía ansiedad.

–Eso ya lo aprendí de ti– dijo Juana. Tomó el celular y le envió un sticker por WsatsApp que le había hecho con una foto desprevenida de María, en la que aparecía con la boca abierta en medio de un bostezo, y remató con un “Perra”, para que entendiera que ya estaba en son de paz.

El timbre le sonó a María, y como había dejado el celular sobre el nochero, justo al otro lado del cuarto, se paró esperanzada de que alguien en Colombia le había escrito, pues hacía tiempo, después del resultado positivo del examen, nadie le había dicho nada, haciéndola sentir como si ya no fuera parte de ese mundo. Cuando vio que era un sticker de Juana, y leyó que en el mensaje de la pantalla bloqueada aparecía la palabra “Perra”, entonces suspiró, y con una foto de su cara haciendo bizcos le bastó para la respuesta.

Juana entendió. Su amiga estaba triste. Se quedó mirando también por la ventana. Sentía en el fondo que estaba odiando a María porque se le había recargado todo el trabajo, aunque sabía que no era su culpa que justo el primer día de clases también había ido una estudiante alemana que los había contagiado a todos. Durante los últimos siete días no había hecho otra cosa que cocinar, barrer y trapear, y, entre tanto, maldecir el día en que le había aceptado a María viajar juntas a Madrid para hacer el intercambio. Estaría estudiando sus tomos de diseño, haciendo sus ejercicios dos horas al día y viendo las series documentales que le gustaban. Pero por culpa de María ahora era su sirvienta.

Algo la conmovió después de reflexionar un rato. Después de todo, nada de eso había sido culpa de María. Ella también se había entusiasmado a ir, y habían planeado detalladamente todos los viajes que harían durante la estadía. Nadie nunca sospechó que iba a pasar una pandemia, ni tampoco nadie sospechó que una de las dos se iba a contagiar.

–Maria, perdóname, estoy estresada –dijo Juana; se volteó y, de rodillas y de frente, le empezó a hablar a la pared–. No te preocupes que todo va a estar bien. Solo has tenido tos y mocos. Te vas a recuperar del todo. Por lo que te dije ahorita, le puedo decir a Javier que me presente otro amigo, para que salgamos todos.

–Pensé que eran solo compañeros de estudio –dijo María–.

–Tenías que decir eso, ¿no? –dijo Juana–.

Ambas se rieron. Sabían que, al final, en ese momento, solo se tenían la una para la otra. Juana sintió un presentimiento.

–Te propongo una idea –le dijo–. Desde antes yo había sentido que teníamos algo que siempre nos ha unido. Ahora lo sé. ¡Es que cómo que eras tú! No lo puedo creer. Te propongo que hagamos algo. Para que no se nos haga tan aburrido el encierro, intercambiemos los celulares. Yo sé que yo haría todo lo que tú harías, y lo mismo tú.

Las dos se miraron a través de la pared y, con una sonrisa, se dijeron sí.

11 de julio de 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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