John Fredy aún tiene luz en los ojos. La mayoría de las veces esa luz es esquiva como una mariposa pues la mirada no se aquieta más de tres segundos en un punto fijo. Tiene que seleccionar de la basura objetos fabricados con el mismo material. Tiene que cerciorarse de que no haya nadie vigilándolo, sin subir mucho la cabeza para lograr pasar desapercibido. Tiene que controlar el deseo febril, tal vez el único compañero en sus recorridos por el centro de Manizales. Ni siquiera escudriña junto a él la leal sombra de un perro. Cuando logra vérsele la luz es porque quien le mira a los ojos ha logrado un mínimo contacto; seguramente termine siendo tan inolvidable como ver el comienzo de unas llamas encerrado en la mirada.
Sus 47 años parecen recubiertos por mucho más tiempo. La piel y la ropa, por su parte, lo están por una capa de días de mohín. Yo reparé solo en eso cuando lo vi. Quería conversar con un “habitante de calle” y él apareció como si lo hubieran llamado mis prejuicios. Hablamos unas palabras y sin pensarlo me permitió conocerle los ojos. “No soy habitante de calle. Vivo aquí cerquita” –me dice–. “El que vive en la calle es porque quiere. El trabajo me da para pagar todo”. Le pregunto que si él es reciclador. Me responde: “La palabra no es reciclador sino recolector”. Todos los días recolecta aluminio, bronce o cobre en los lugares del centro donde lo conocen, y lleva el material a la chatarrería. Al verlo tan seguro, por un momento creo que estar ahí había sido la recolección de las consecuencias de sus propias decisiones.
Trabaja solo para él porque los hijos viven con su familia en otro país. Le hago una pregunta con inocente esperanza. Se burla de mí. “Yo estudié deportología en la Luis Amigó, pero no ejerzo porque entré al vicio” –me dice–. “Yo consumo bazuco y mariguana. Después de que uno caiga, el vicio es un cuento bravo”. Al inicio de la nueva peste estuvo en el albergue de El Arenillo. Cayó allá por física desesperación, pues más del 50 % del trabajo se le disminuyó. Cuatro meses y medio en que no había forma de conseguir nada. Le tocaba trabajar más porque, aunque el mundo pudo parar, ni el hambre ni el deseo de un plom lo hicieron.
Yo supe más por la mirada que por la boca de John Fredy sobre el desespero de los días de cientos de adictos incapaces de encontrar un respiro. Una adicción que es una enfermedad que deben, todavía por ideas moralistas, en muchos casos, seguir escondiendo. Imagino que es una mariposa en llamas. John Fredy me sonríe con los ojos, nos estrechamos las manos, me acepta un billete para un tinto, dice que sí cuando le pido una foto. Esa es la mariposa. Las llamas son cuando cuenta su drama con la facilidad de alguien que, aunque no olvida del todo, le preocupa solo un asunto por resolver de inmediato.
Por eso, a pesar de que nos abracemos con las palabras y las miradas, hay un lugar al que no puedo llegar, tan interior como los es el mío cuando una descarga de ansiedad me invade el alma. La suya es una lucha interna que a veces se pone la máscara del miedo, otras del desespero, y otras más de la violencia. Terminamos de hablar e intercambiamos los números de los celulares. Me pregunto si alguna vez lo volveré a ver, si alguna vez él me volverá a ver a mí. Ya no vuelve a mirarme a los ojos. Quiero sentir otra vez esa descarga, pero él prepara las bolsas para irse.
27 de junio del 2021
Contactar
Julián Bernal Ospina