Nunca una cosa es solo una: eso dicen los poetas, porque siempre una mano es una historia o el universo. Entonces confundo pétalos con capas de piel, papel de flor con historias. Confundo el tallo con un cuerpo ladeado: un puente entre la tierra y el viento que lleva un olor como mensaje. ¿Quién es ese cuerpo? ¿Cuál es su nombre, cuál su raíz más que un apellido? Teresa, me dice su hija su nombre. Teresa, “En cuya frente el cielo empieza”, también me lo dice ella, caminando en su casa, que es su cielo de arcadas. Pensé, al ver la frente y las nubes y el sol –la memoria, las brumas y la luz– en esto: en cuyo cuerpo la casa empieza. El cielo empieza en la frente, la casa empieza en el cuerpo.
La hija tiene el nombre de Marleny: un gran pétalo que encubre la rosa familiar. Marleny me mira. Caminamos por su casa también de recuerdos. Me muestra de qué manera caben allí espejos, tigres y las otras formas de los otros –tanto o más ama a Borges como yo–. Sobre todo me mira, me mira mirándola. Yo la observo, como un búho. (Hay que aprender de la rosa que solo está y que deja su mensaje en el viento). El mundo de la casa pasa como si yo no estuviera: tocan a la puerta pesada, saludan por teléfono, bañan a Teresa en el patio (el centro de la casa, también el sol del cielo). Marleny me vuelve a mirar mirándola, y es como si me dijera que siempre, detrás de los ojos, ha estado Teresa. Como si me dijera: los ojos azules son el hilo para descifrar el laberinto de su nombre y de su cuerpo, que es el origen de ella.
En la entrada de la casa hay un rosal. La misma Teresa lo sembró hace años, me dice Marleny. Entonces pienso en alguien que disfruta del jardín que un día sembró. Por estos días en Medellín las flores salen con la potencia de la espera. El viento lleva y trae regalos de otras regiones: vuelan colores triangulares y sonrisas tras ellos. El cielo es una gran tela azul en que se pintan y despintan nubes: en momentos como este, aquí es imposible no ser feliz, así al corazón lo atraviese una tristeza. Marleny arranca una rosa rosada y me la regala. Me dice, con orgullo: “Del rosal que sembró mi mamá”. La pone en la manija del carro, como una bendición para el viaje. Ella no cree en Dios –yo a veces tengo la fe de que no creo– pero se siente ese gesto como un bautizo. El bautizo con una rosa y su laberinto. Un bautizo no para darme un nombre sino para reafirmármelo.
Me fijo más y veo esa rosa amarilla en el centro irse volviendo rosada. La veo sujetada del gris del carro y de su espejo. La naturaleza brilla en lo artificial. Reluce sin morir, a pesar de que haya sido cortada. Pronto no será más que una flor en la calle. Pero me fue dado un instante como una flor del rosal, como un extracto de la vida de Teresa. Un momento que me corresponde ver sin haberlo premeditado: parte de este mundo de senderos y de misterios en que ni el presente ni el futuro ni el pasado son una sola cosa sino tantas como maneras hay de introducirse y de perderse en el laberinto de una rosa. (Perderse en el laberinto de una frase). Entonces entro en ese laberinto, sin saber muy bien qué busco, solo con la certeza de que camino a tientas.
Agosto 22 del 2021
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Julián Bernal Ospina