Sobre una corta visita a Viterbo Caldas
Acabo de leer de un autor español que Colombia es como un gran continente con regiones. Si esto fuera verdad, y con el corazón en la mano siento que lo es, quisiera saber qué sería Caldas de ese continente: Caldas viene siendo una palabra pequeña como su territorio, con cara más de un viejo sabio que de departamento, como de nombre fugaz que no suena a mucho; caldero sin la mitad, encierro solitario en una finca feliz. Caldas. Pero no. Caldas es otro continente, otra síntesis de ese otro continente: lo que pasa es que, enseñado a querer ver en la inmensidad la grandeza del mundo, me olvido de encontrar en lo inmediato –que en este caso resulta ser corto en extensión– el mundo. Un continente dentro de otro, aunque las medidas nos hagan decir lo contrario.
En fin. Los ríos vivos, las montañas libres, los valles infinitos. Y me sobran los adjetivos porque cómo describir que de la niebla ciega en una carretera sinuosa que atraviesa cumbres y peñascos, de pronto se abra el universo en una planicie en donde la mirada se acuesta por pura gravedad. Porque en ese mismo continente se agrupan la inmensidad siberiana de Samaná –que da la impresión de que fuera más grande el municipio que el departamento– con el calor apabullante de La Dorada –cuyo nombre es exactamente eso: una tierra resplandeciente, brillante, a la que uno tarda en llegar después de haber llegado, y uno tarda en irse después de haberse ido–. Van apareciendo allí otros nombres que son gemelos de los sitios que nombran: a merced del olvido espera La Merced, Riosucio es muchos ríos de gente limpiamente mezclada, Marquetalia es un mar de olas verdes que nunca se olvida. Sé que me quedo corto para enunciar la grandeza de lo corto de este continente.
Cada tanto hay una montaña herida, una casa abandonada, un río secándose. El ser humano llegó no solo para ver la forma en que crecen las flores, sino para arrancarlas. A veces olvido que por aquí hay otros que siempre han estado confundidos con la madera y con los pájaros. En muchos lugares pareciera que el objetivo primordial ha sido, en vez de compartir la riqueza, el de democratizar la desigualdad –aun cuando, de Colombia, Caldas sea un departamento no tan llevado del putas–. A pesar de que esa abundancia de injusticias me haga detenerme un poco en el camino, y ahora empiecen a surgir las pancartas de publicidad política que de política solo tienen el nombre, la verdad es que en las regiones caldenses –lo que en departamentos más grandes podrían ser la mitad o una tercera parte– todavía abunda la vida.
Un sábado cálido de septiembre, bajo los árboles de Viterbo, un señor de sombrero negro y camisa blanca leñadora a cuadros celestes mira el mundo haciendo carrizo como un gato silvestre y negro lo miraría. La cadena, el reloj y el anillo relucen por la piel tiznada. El poncho lo tiene de adorno sobre las piernas. El cuerpo parece más flaco que una camisa colgada. Del perfil se adivina un obvio bigote y alguna risa de cantina. Y así más y más hombres y mujeres para quienes la vida del campo es la vida: las madrugadas frías son mañanas de trabajo con las manos, las noches terminan temprano cuando las gallinas se suben a los árboles, los días pasan a la espera del milagro de que alguna vez lleguen los políticos de siempre cuando no haya elecciones. Hombres y mujeres para quienes sus casas al borde de las hojas son su único continente posible.
12 de septiembre del 2021