Entre costeños

Reseña de mi experiencia al coordinar el Festival Gabo N. 9, del 15 al 20 de noviembre del 2021

Nunca pensé que lo que antes vivía a lo lejos –como una película, ajeno al desarrollo de las cosas– lo viviría este año tras bambalinas. (Discúlpeme, lector, que hable en primera persona, pero no encontré otra forma de hacerlo). Me vi siendo parte del Festival Gabo como si me hubiera sido resuelto un deseo. Entonces me encontré dando la bienvenida a las clases cual estatua hablante, contactando a los maestros y panelistas, y haciendo fuerza para que aparecieran, sin falta, a las charlas y conversaciones planeadas. Al final de la semana en que presenté nueve clases, casi me aprendo del todo el guion, y nunca pensé que repetiría tantas veces las palabras “Grupo Sura y Bancolombia, con sus filiales en América Latina”.

Por esta misma época, hace un año, lo deseé, mientras veía los videos introductorios: ¿cómo sería ser parte del Festival Gabo? Pues bien, este año puedo responderlo, con tanto agradecimiento que no sé de dónde me sale del cuerpo. Jaque Gilard tituló un libro en que recopila los escritos periodísticos de García Márquez en El Espectador como Entre cachacos: y yo me sentí, al contrario, trabajando entre costeños, así fuera a kilómetros y así nos viéramos solo en la pantalla. Aunque no del todo, porque también trabajé con voces al otro lado del Atlántico, y con acentos que hablaban igual que yo: compañeros en esta identidad paisa, esta antioqueñidad perdida, que persigue, sin quererlo, incluso a mí, que soy de Manizales.

El noveno Festival Gabo fue, entonces, un espacio que se resignó a permanecer a pesar de las dificultades: por un lado, que ya la gente está cansada de conferencias virtuales, y, por el otro, que la pandemia no se resiste a irse, como una pesadilla cíclica: nada está claro aún, de modo que no se sabe si el próximo mes estaremos viendo, de nuevo, las mismas eternas cuatro paredes, o no estaremos viendo nada. Fui parte de un equipo de la Fundación Gabo, el de Proyectos Especiales, que me abrió las puertas incluso antes de haber entrado a la Fundación: Daniel Marquínez (director de proyectos especiales), Eliza Vélez (coordinadora de proyectos), y Camilo González, quien, como yo, llegamos para apoyar los procesos de coordinación del Festival. Además de ellos, los encargados de comunicaciones, de producción, de administración y del Taller de Periodismo, me dieron a entender que cada cosa que se hace es una mezcla de conocimiento de procesos y de espontaneidad. En suma: de cheveridad.

El Festival –virtual– tuvo cuatro talleres tradicionales de la Fundación, 16 clases magistrales y 10 charlas públicas. Cada que iniciaba una charla o una clase, la música invadía el lugar en donde estaba y me transportaba cierta vibra que me ponía en alerta. Los talleres versaron sobre crónica, nuevas narrativas sobre drogas, fotoperiodismo y periodismo colaborativo; las charlas públicas lo hicieron sobre periodismo gastronómico y libertad de expresión hasta adaptaciones de obras periodísticas a lenguajes cinematográficos; y, por último, en las clases magistrales se tocaron temas de coberturas en elecciones, coberturas económicas y adaptaciones de medios hasta periodismo creativo de viajes y de caricatura. El Premio Gabo y su ceremonia también se mantuvieron firmes: las famosas maratones de los finalistas de las categorías de texto, imagen, cobertura e innovación ofrecieron los aprendizajes a la vanguardia sobre estos enfoques, y fueron premiados trabajos trascendentales para el futuro próximo del periodismo, al tiempo que personas que se han encargado de mantener viva la vocación del periodista fueron justamente reconocidas.

Hubo, entonces, para todos los gustos, lenguajes y profundidades. ¿Qué se podría decir de todo esto, de esta riqueza de perspectivas? ¿Habría algo que las uniera, como un hilo común con el cual comprender aquello que hay detrás y que lo fundamenta todo? Si hubo una charla central, esa fue la conversación de Sergio Ramírez con Martín Caparrós; y, si hubo un tema central de esa charla, ese fue el del compromiso: “Esa vieja palabra compromiso”, como titularía Ramírez un artículo suyo que publicó la semana del Festival, escrito en el cual hizo una reconstrucción de esa vieja palabra desde Voltaire hasta los intelectuales independentistas latinoamericanos, quienes con las mismas manos que escribían leyes discurrían tinta en novelas, cuentos y ensayos.

¿Qué decir de nuevo de esa vieja palabra, manoseada por ideologías y despropósitos? El compromiso es con la vocación. De suerte que años invertidos en otros asuntos se convierten en desasosiegos que se pretenden olvidar o en motivos de enseñanzas. Esto, a pesar de que el mundo se empeñe en hacer olvidar la vocación: para qué destinar un tiempo al periodismo si al final, en un bombardeo de clics, en un scroll de la pantalla, pronto lo que se trabajó –que no es solo pasar una palabra después de otra, sino lo que hay antes de lectura y después de reproche– se olvidará en cualquier basurero virtual. Para qué esforzarse si lo que más prevalece es la campaña negra, la publicidad engañosa, el imperio del miedo.

Pues para todo: de eso se trata, precisamente, esta acción de escribir frente a la nada, o frente a la aparente nada, porque resulta ser una sorpresa que, así añoremos encontrar así sea solo una gota de agua en Marte, todavía están ocultas millones de vidas que buscan imágenes versátiles de esta realidad, complejas o simples, pero que trasciendan las figuras que representan los poderes, y todas las formas posibles de ser, cada vez más, idiotas útiles. Tal vez uno pueda ser un idiota, aunque no quiera, o un idiota útil, pero por lo menos que sea uno el idiota útil de sí mismo: ya lo decía Javier Darío Restrepo, en los videos introductorios del Festival, siguiendo una ética kantiana: ser excelente con la norma que uno mismo se da, pensando que cualquiera también podría llegar a ese mismo razonamiento. Aunque toda acción esté condenada a fracasar –algunos lo llamarán inocencia o ingenuidad– lo importante no es tener «el éxito» de tantos seguidores como sea posible y a costa de lo que sea, sino no dejar de tener el impulso, sin importar lo que pase. Lo importante es poder vivir de la vocación.  

Evidentemente hay que trabajar, y el mundo está lleno de instituciones para las que se podría hacer algún papel a través del ejercicio de otra labor. (Yo, que soy un escritor en ciernes, lo único que hice mientras trabajé en la coordinación del Festival fue escribir: escribir mensajes por WhatsApp, escribir descripciones y escribir correos electrónicos). Pero el asunto no es dejar de inmiscuirse en ese universo, sino poner adelante la vocación. Esforzarse por permanecer con ella al frente. Al fin y al cabo es lo único que queda. Aquello que permitirá que la vida perdure durante más y más embates del tiempo y sus perjuicios. Hay escritores y periodistas que nunca dejan de serlo a pesar de haber sido vicepresidentes de un país. Siempre hay un hilo que sale, un escape, una fuga. No importa dónde se trabaje; de lo contrario, lo único posible es la nada, el vacío, la tristeza.

¿A dónde va este oficio cuando parecen ser más prevalentes las ideas que los lenguajes? ¿Cuál es la profundidad que se debe tener para, usando los mismos métodos, las mismas mediaciones, no caer en lo instantáneo y vacío? No se trata de la defensa de un lenguaje sino de la búsqueda de diferentes lenguajes que, incluso, puedan complementarse en el reconocimiento de cuál es la mejor manera de representar ese hecho de que se habla: explotarlo al máximo, hacer que fluya y, así, volver a las raíces, a interpretar de nuevo la tradición, los vínculos que aún hacen posible llamar a eso que se escribe como parte de un todo: aunque la vanguardia otorgue nuevos pasos, no somos más que un círculo hermenéutico de la historia, que no para hasta que muramos o desaparezcamos.

07 de diciembre del 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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