Cuarto viaje al año nuevo

En una librería antigua, cerca de la plaza principal de un pueblo costero y onírico llamado San Gabriel, hay un árbol misterioso. El hecho de que se supone que este tiene más de trescientos años ya lo hace un enigma, tan grande como la pregunta de cómo llegó allí un espécimen de esa clase en una esquina así de ordinaria. El enigma, más aún, radica en un cuento que yo oía cada que las personas locales terminaban su última cerveza, ya con los pensamientos diluidos en el alcohol: todo el que alguna vez dé un beso cobijado por la sombra de ese árbol hablará con sus muertos durante el sueño siguiente. Los mismos locales decían que la magia era generosa: no distinguía los besos con amor de los besos fingidos; solo bastaba que dos bocas se tocaran para que los muertos visitaran las horas de la almohada.

No pude contener la duda y, aprovechándome de que el librero me había confundido con otro cliente igual de preguntón y de turístico que yo, le hice la pregunta como quien no quiere la cosa, como si hablara del clima o de cómo la gente sigue prefiriendo leer libros de autoayuda. Si había algún gesto de cercanía en su cara este se desapareció por obra y gracia de mi inquietud. Un rayo atravesó el muro de sus gafas aceitosas y fue a parar en mí: me quedé estampado en el aire polvoriento viendo cómo el librero de ropa que parecía aún estar colgada del clóset maldecía la existencia de los incautos, de los extravagantes morbosos, de los impertinentes imberbes que, como yo, solo íbamos a averiguar un chisme, y no comprábamos ni una miserable hoja de mala poesía así fuera para limpiarnos el culo.

Solo cuando dejó de verme el librero y me dio la espalda, y vi sobre él un aureola de calvicie con manchas cafés y blancas de caspa, se deshizo el encantamiento en mí. Había logrado también petrificar mis pensamientos, por lo que al verme liberado concluí que alguna relación debían tener el árbol y el librero, pues me surgió al tiempo la curiosidad de cómo hizo ese viejo extraordinario para quedarse en esa librería que más que paredes tenía columnas de libros, y más que libros tenía retazos de pintura que se caían del techo. No podía ser coincidencia el que dos fenómenos tan raros estuvieran en lugares tan vacuos. Ya estaba deshaciendo mis pasos y apareció el librero desde el fondo del lugar, con lo que parecía un libro en sus manos. “Tenga y no vuelva”, creo que me dijo, y me puso el libro destartalado y desecho sobre las palmas de mis manos, que a duras penas alcanzaron a reaccionar. Yo le quise preguntar algo, pero no me dio lugar a nada: se devolvió por donde vino, en su gris soledad.

Entonces salí y me apoyé, como era de esperarse, en el tronco del árbol, y me puse a leer el libro ahí parado. No era un libro; era un cuaderno. Es más: no era un cuaderno, era una libreta llena de canciones; el papel, antiguo y amarillo, como un testamento olvidado. Las arrugas en algunas de sus páginas hablaban de que la escritura de esas hojas había sido seleccionadas para abrirse después. No sé por qué no lo reconocí, pues esto se supone que es algo que debería ver con facilidad un amante de los libros, pero la escritura estaba al revés. Es decir, las canciones estaban escritas de derecha a izquierda, como en árabe. (En ese momento imaginé que los años no fueran para la derecha sino para la izquierda: que el futuro fuera el pasado y el pasado fuera el futuro; que los años avanzaban para atrás).

Después caí en la cuenta de la obvia idea de que si el universo no tiene coordenadas (no hay arribas ni abajos, ni derechas ni izquierdas) entonces mucho menos puede haber pasado y futuro, atrás y adelante. Pensando en eso me esforcé en leer las estrofas escritas, palabra por palabra. No sé cómo pude hallar alguna relación en ellas, casi vacías, pero el esfuerzo fue mayor: logré ver que eran imágenes; recreaciones que a juzgar por sus revelaciones no tenían ningún espacio o tiempo, no hablaban de una ubicación o de coordenadas. Solo eran palabras de sustantivos, unas tras otras, como casa, piedra, árbol o río, muñeca o cenicero. Tuve la sensación de que esas páginas ya las había visto; de que ya había tenido esa misma impresión de confusión; de que ya había sentido, en otra ocasión, el mismo olor a papel triste.

Seguí leyendo las páginas laberínticas, empapándome de palabras que nombraban cosas y animales, y media hora después ya había llegado a la última página escrita, que casualmente estaba arrugada, como si la hubieran vuelto a coser después de que la arrancaran. A continuación seguían solo páginas en blanco; aún la otra mitad del cuadernillo estaba sin escribir, o tenía una que otra marca con lapicero, o una esquina definida, pero no había letras. Por todo lo cual, animado por el morbo que me despertaba aquella historia del beso bajo la sombra del árbol, besé una a una las páginas restantes, con besos falsos y amorosos, cuidadosos y esquivos, con toda la boca y con la mitad de ella, para que no hubiera posibilidad alguna de que algún beso surtiera el efecto del sueño de los muertos. Me senté y apoyé la cabeza en el tronco. Comencé a imaginar quién quisiera que se apareciera en mis sueños, qué le diría y qué no. Pensaba en cuál de todos mis conocidos estaría aún vivo, cuál viviría todo el año siguiente que apenas comenzaba, y cuál ya había partido. A aquellos que pensaba que ya no existían, recordaba cuál había sido la última palabra que habíamos compartido: las enumeré, y eran de cosas y animales –casa, piedra, árbol o río, muñeca o cenicero– y me dormí. Entonces desperté y escribí esta historia.

20 de enero del 2022

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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