La cicatriz de Carlos Anderson

El ratificado secretario de planeación de la Gobernación de Caldas es un hombre pausadamente activo. Se mueve con agilidad entre diputados y contratistas, secretarias y líderes comunales. Ingresa ligero a la pesadez del edificio viejo de la Gobernación en que dicen que hay fantasmas (muchos de ellos están vivos). Es capaz de escurrirse de los comentarios malintencionados y de las críticas sin mucho esfuerzo; con un arma: su silencio. En un mismo día puede vérsele en el despacho del gobernador y, cinco minutos después, sostiene una reunión improvisada a la entrada de su oficina, en el segundo piso del edificio republicano. Su agenda está llena. Sus compromisos, copados. Viajes a Salamina, viajes a Aranzazu, viajes a La Dorada. Y aunque recorra kilómetros y kilómetros, no se le ve agitado. Algunas veces serio; muy serio. Sobre todo cuando frente a los diputados que le hacen control político eleva su discurso como gobernador encargado, o cuando defendió a capa y espada la constitución del Área Metropolitana Centro Sur (fue protagonista de esa campaña en que los municipios de Manizales, Neira, Palestina y Villamaría decidieron crear entre ellos, después de décadas de intentos, esa figura administrativa; Chinchiná se rehusó). Ya fue siendo costumbre que, tras los viajes relámpago del gobernador saliente Luis Carlos Velásquez al exterior, él se quedara capoteando los toros. Dicen que todos los proyectos pasaban por sus manos, hasta el punto de convertirse en un indispensable. Fue demostrando que, aunque se vea pequeño al lado de inmensos diputados, no le quedó grande esa responsabilidad. O también serio cuando en las mañanas inicia la jornada y planea el que será su día. O serio cuando recibe una llamada de algún congresista para preguntarle por un dato del departamento, que él solo recita de memoria, a veces sin necesidad de recurrir a una agenda. O serio cuando conversa por teléfono con el gobernador entrante, Henry Gutiérrez, su futuro jefe.

–Oiga, usté sirve pa todo –le dice otro secretario cuando le resuelve un problema con la rapidez de una llamada.

O serio cuando se planta frente a las personas que están a su cargo y les dice:

–¿Cómo vamos, pues?, ¿ya avanzaron?

Procura no dejar cabos sueltos: cada semana se reúne con sus equipos y les pide avances.

Habla con voz grave desde un cuerpo pequeño. Las facciones un poco indígenas hacen pensar que viene de Riosucio o de Supía. Saluda mirando a los ojos. Usa camisas metidas debajo del pantalón, correas del mismo color de los zapatos, un morral del que siempre está sacando y metiendo su computador, su tableta digital o el cargador de su celular. A nadie le niega el saludo, “¿cómo está, hermano?, cuente a ver pues qué es lo que necesita”, “diga pues cómo van las cosas”, “cuénteme en qué le puedo ayudar”. Mueve las manos de camisa remangada como si diera una conferencia. Le pide a doña Gloria que le prepare por favor un plato de frutas. Le indica a Gina que por favor le agende a Juan una reunión la semana entrante, que está muy apenado con él porque no lo ha podido atender.

Sin embargo, a este joven secretario que camina ligeramente, pausado y sigiloso, muy pocas personas le conocen la cicatriz de la mano izquierda. La cicatriz que le recuerda el peor día de su vida.

“En una noche fría y oscura”, narraba Carlos Anderson García Guerrero. Vivía en una pensión para estudiantes ubicada en la falda que va de la Universidad Autónoma a la avenida Santander. Había llegado desde el Putumayo a estudiar Ciencia Política como quien huye de su destino para labrarse otro que esté a la altura de sus sueños (tal vez sin saber muy bien cuáles).

En una noche fría y oscura recordaba otra noche fría y oscura. Quizá solo el tecleo acompañaba el sonido de las chicharras que a esa hora invade aún la noche, pues todavía –como entonces– al frente de esa pensión sobrevive un lote en el que respira una pequeña reserva natural. Esos sonidos de la vida rural lo transportaban a su vida anterior en la ruralidad de Orito (Putumayo), la noche del nueve de junio de 2005. Lo cierto es que desde entonces no había podido escapar de ella, porque “hay una marca en mi cuerpo que todos los días me la recuerda como si todo eso hubiese sucedido ayer”.

La cicatriz del brazo lo transportaba inmediatamente a la imagen de un muchacho que atravesaba la carretera cargando a su hermano en sus brazos. La sábana, su hermano y él tenían algo en común: estaban completamente embadurnados de sangre.

Carlos Anderson nació en Orito, un municipio cerca de Ecuador que tuvo su auge por la explotación de petróleo, el tercero más grande del departamento y un lugar en que el conflicto armado ha sido la bala de cada día. Él ha sido el hermano mayor; sus primeros cinco años los vivió solo con su madre soltera, su padre biológico nunca lo reconoció. Ella era su trabajadora doméstica. Luego su madre se casó y por ello Carlos Anderson creció de finca en finca mientras su familia encontraba un lugar en donde establecerse (la última casa en donde vivirían juntos). A sus diez años nació su hermano. Sus días en el campo los pasaba moliendo caña, haciendo panela y tirados, cuidando vacas, raspando coca. Al nuevo esposo de su madre lo consideraría como su propio padre. En ese lugar en el que terminó su familia, a dos kilómetros de una vereda y a veinte de la cabecera municipal de Orito, Carlos Anderson recuerda una infancia incluso “bonita”: la vez que le regalaron su primera bicicleta, cuando lo bautizaron a los cinco años, cuando miraba las estrellas sin ningún ruido de carros o camiones. Esas escenas aún las tiene en la cabeza, aunque son solo la antesala del momento que transformó su vida.

La noche del jueves nueve de junio de 2005 vuelve brumas los demás recuerdos. Cuando era estudiante escribía en el silencio. Eran las 8:45 de la noche, “solo diez minutos”, continuaba. Diez minutos que cambiaron todo el transcurso de su vida, que lo volvieron un adulto. Tal vez “debió morir”, “probablemente lo hizo”.

Esa otra noche Carlos Anderson veía una película con su familia. Ni el tío, ni el padre, ni la madre (ni el hermano todavía de brazos), sospechaban que la trama que veían en la pantalla pronto sería opacada por la trama de su propia vida. A las ocho se quedaron sin energía. Nadie pensó nada malo pues en esa zona era normal que la luz se fuera. Era habitual que, si eso pasaba, se ayudaran entre los vecinos que vivían cerca. En especial una familia, la más cercana de todas, compuesta por dos ancianos y cuatro hijos. El mayor de los cuatro, a quien le decían Motor por cabezón, era un fiel trabajador del padre de Carlos Anderson; la segunda hija se había convertido en la mejor amiga de su madre; el tercero hijo era su mejor amigo; la cuarta fue la primera mujer a quien le dio un beso.

Un grito terminó el silencio:

–¡Ayuda, don Jaime[1]! –se oyó la voz del trabajador leal, Armando, quien hablaba desde la puerta–. ¡A la mujer la mordió una culebra!

Armando necesitaba que el padre de Carlos, Jaime, lo llevara al pueblo. Su familia era la única que tenía un carro entre los vecinos. Sus padres no lo pensaron dos veces; se alistaron y salieron para conducirlo. Dieron reversa mientras salían a la carretera desde el garaje (de la entrada principal a la carretera había una distancia considerable) y, como por arte de la oscuridad, desapareció el trabajador que recién había pedido ayuda. En principio no se les hizo extraño, como hijo debía haberse movido rápidamente para socorrer a su madre. Pero lo siguiente no les pareció tan normal: el carro se apagó y se oyeron el llanto de una mujer y la voz de un hombre discutiendo.

Un restaurante del barrio la Estrella de Manizales. El final de una jornada. Carlos se demora en ordenar un salmón.

–Ya quiero que sea enero para apagar el celular, así lo apague cinco minutos y lo vuelva a prender.

El 2023 fue un año insólito. En 2022, por septiembre, fue nombrado como secretario de Planeación. Más de un año después –luego de una dura y apretada campaña a la Gobernación, pues Henry Gutiérrez le ganó tan solo por doce mil votos a Luis Roberto Rivas (200.414 de Gutiérrez frente a 188.592 de Rivas)–, Carlos Anderson fue ratificado, hecho que no se da muy a menudo entre funcionarios públicos. Ocho años antes, por 2015, era un graduado más que buscaba un trabajo en la Gobernación como contratista. Aprendió a moverse entre secretarías y despachos. Conoció el mundo político por dentro; fue la mano derecha de varios secretarios, incluso a uno le hacía las presentaciones para los debates en la Asamblea.

–Yo quisiera encerrarme en el apartamento a jugar Play y ya. No tener más compromisos.

Parece que ese anhelo –por lo menos por ahora– no se va a cumplir. Sus jornadas son de viajes continuos y sus noches son de sueños cortos. Cuatro a cinco horas para levantarse. Se le ve a veces con los ojos hinchados. Reunión con alcaldes un día a la semana, luego viaje a La Dorada para corroborar la elaboración de unas canchas. La noche ahí, en un hotel con olor a ambientador, para volver a Manizales y reunirse en el despacho con el gobernador. Entre tanto, llamadas de secretarios pidiéndole favores, de políticos que envían hojas de vida por WhatsApp y de personas a su cargo preguntándole por orientaciones.

Todos los proyectos de la Gobernación pasan por sus manos. Más de cien personas a su cargo. Y a pesar de su cansancio, habla con serenidad, disfruta su comida y toma una pausa.

–Le he sacado el tiempo para leer el libro sobre los estoicos –habla disfrutando cada bocado, la pausa que le regala la noche.

Cuenta que pronto se mudará. Media hora de conversación y llega al punto de la vida anterior. Para explicar saca un cuaderno, arranca una hoja, toma un lapicero del morral y comienza a dibujar. En el papel hace una línea, pone un punto donde era la finca en la que vivía, dibuja un río. La frontera que dividía en Orito, Putumayo, la zona de guerrilla con la zona de los paras, esta última que coincidían con el Ejército. En el papel representa el lugar en el que pasó la peor noche de su vida.

El tío de Carlos salió a ver qué sucedía. A mitad de camino varios hombres armados lo detuvieron; otros aprovecharon el momento de dudas y encañonaron a sus padres. A la casa la habían rodeado encapuchados armados con escopetas de calibre 16; armas que tienen más de sesenta balines y que logran hacer un gran daño y causar un gran dolor.   

–¡Echen pa la sala, pa la sala! –dijeron los hombres.

Con sus palabras aparecieron de nuevo en la casa los padres y el tío de Carlos. Los empujaron y los hicieron sentar juntos en un mismo sofá. Les temblaban las piernas. El hermano lloraba. Su padre solo decía “¿qué pasó?, ¿qué pasó?”. Su madre solo gritaba. Su tío ofrecía alguna resistencia, a lo que le respondían que no, que se estuviera quieto, que si colaboraban no les iba a pasar nada.

Los hombres de inmediato entraron a las habitaciones. Preguntaban “¿dónde está la plata?, ¿dónde están las cosas de valor?, ¡digan pues, hijueputas!”. Arremetían en los clósets y sacaban la ropa. Otros esperaban afuera y vigilaban que nadie entrara. También los hicieron levantarse y revisaron si ellos tenían guardadas en sus bolsillos algún tipo de arma.

–¡Aquí no hay plata! –decía el padre de Carlos–. ¡Aquí solo hay plata pa terminar de pagar esta finca!, ¡si quiere se llevan las joyas!, ¡ahí está el carro también!

–¿Y dónde está la plata, la plata que tenían ustedes aquí? –preguntó uno.

Carlos logró entender poco a poco de qué dinero hablaban. El día anterior habían guardado una gran suma; de esto solo se habían dado cuenta dos hijos de los ancianos: su mejor amigo y la amiga de su madre. Esa plata ya se la habían llevado de ahí; era para terminar de pagar la casa.

De un momento a otro, uno de ellos tomó a Carlos y se lo llevó a la entrada.

–¡Muévase que el jefe quiere hablar con usté!

De la oscuridad salió un hombre de estatura media, robusto y con el rostro tapado con un pañuelo. En las manos cargaba una escopeta calibre 22. Se acercó a Carlos. Cuando le habló, supo que le era conocido; pero de algo estaba seguro: “aquel hombre que intentaba esconderse detrás de un arma y un pañuelo era una persona cercana a la familia”, escribió Carlos.

–Es mejor que nos colabore –le decía.

Silencio, respiración agitada, ganas de llorar.

–¡Es mejor que nos cuente dónde tiene aquello!

Carlos solo lo miraba. Silencio, respiración agitada, ganas de llorar. Si por lo menos pudiera quitarle el pañuelo y ver de una vez por todas quién era.

–La familia es lo más importante en este mundo –le insistía el hombre–. Usté por nada puede dejar que le pase algo a la suya.

Carlos solo lo miraba; la ira subía por la cara con la sangre hirviente.

–Está en sus manos colaborar, que nadie salga herido. Está en sus manos que esta noche se vuelva solo un mal recuerdo.  

En eso tenía toda la razón; narraba Carlos: “es la peor noche de mi vida, es una noche donde gran parte de mi vida murió”.

–Vea, Julia –así le decían al autor de este perfil en la universidad–. Orito es un pueblo petrolero, la capital petrolera de Putumayo –ya se llevaron los platos y ahora Carlos solo toma soda–. El río que pasa por Orito es el río Guamués. Más allá del río es pura selva virgen. Ahí era la zona de las FARC. Del río pa acá, era de los paras. Ahí mismo quedaba el batallón del Ejército.

Carlos dibuja un pequeño círculo e indica que ahí sería la cabecera de Orito. Después traza una línea desde ese círculo, que cruza el río y sigue hacia delante. Esa es la línea del oleoducto que lleva petróleo y que llega hasta Pasto y Tumaco, Nariño. Esa también es la ruta que toman quienes exportan la base de coca, la pasta. Caminan por ese gran tubo y, sabiéndolo o no, encarnan una profunda metáfora colombiana: por la misma ruta por la que va el petróleo, va la coca, los productos más importantes para Colombia, el uno legal y el otro ilegal.

De la cabecera municipal de Orito –un pueblo de casi cincuenta mil habitantes y en el que hace un calor de más de treinta grados en promedio– al batallón, hay unos dieciocho kilómetros (hay dos del batallón al río). En esa zona, de influencia paramilitar, está la vereda Líbano, a unos dos kilómetros del escuadrón del Ejército. En esa vereda, a la vera del camino, estaba su casa.

Carlos recuerda los datos casi sin esfuerzo y casi sin emoción, como si esa tragedia le hubiera pasado a otra persona.

–¡Lléveme a donde está la plata!, ¡cuando nos dé la plata, nos vamos!

El hombre no terminó de decir esta frase y sonaron disparos. Cinco disparos consecutivos. Carlos reconoció que los tres primeros fueron de un arma de corto alcance, como un revólver de calibre 38; los dos últimos fueron de escopeta. La rabia que pudo haber sentido se le volvió miedo y esto le hizo ceder y llevarlos al lugar donde supuestamente estaba, donde solían guardarla.

Mientras conducía al “jefe” a la cocina, atravesaron un pasillo del que se podía ver la sala. En el fondo, Carlos vio a unos hombres armados que les apuntaban a su padre y a su tío, mientras su madre cargaba a su hijo menor, sentada sobre el sofá. En la cocina, Carlos movió unas tablas de madera, excavó un poco y destapó un recipiente. Estaba vacío.

–Este hijueputa nos dijo mentiras –dijo un hombre, y le pegó con la culata de la escopeta en la cabeza–. ¡Este hijueputica nos vio cara de güevones!

Al volver, Carlos pudo detallar que su padre y su tío seguían en el piso; aún les apuntaban. La reacción de los encapuchados fue hacerlo salir de la casa, arrodillarse y poner la mano derecha con la palma abierta sobre el piso. En esa posición podrían apuntar la boquilla de la escopeta sobre la mano abierta y disparar. Esperaron unos segundos y le insistían que dijera dónde estaba el dinero.

–¡No vaya a gritar si le disparamos en la mano! –dijo el hombre.

–¡Si me va a matar, máteme ya!, ¡no me haga sufrir aquí!

La madre corrió hacia él, gritando desesperada.

–¡No le hagan nada!, ¡no le hagan nada! –decía.

A su lado, Carlos la abrazó, en parte para protegerla. Le decía que todo iba a salir bien, que nada malo iba a pasar. Pero la madre le tenía malas noticias:

–¡Ya los mataron! ¡Ya los mataron!

Mientras intentaba comprender las imágenes, sonó otro disparo. Su madre cayó a sus pies aún con el niño en los brazos. En segundos la giró para verla de frente y para que su hermano no terminara aprisionado. La desesperación que hubiera podido sentir en ese momento se frenó por el sonido de otra bala. Una línea de fuego le pasó rozando el brazo y un ardor le nació en la piel. Vio otras balas dirigirse hacia él; solo una alcanzó a tocarlo. Se sintió con la otra mano el hueso y luego la calidez de la sangre. La suya había sido una herida superficial.

La oscuridad lo salvó de un impacto mortal, por más de que quien le había disparado estuviera solo a tres metros. En segundos pasó de estar arrodillado a acostado, y pensó en hacerse el muerto, junto al cadáver de su madre. El hombre que le disparó caminó hacia él, pasó por el lado del cuerpo y le pateó las piernas. Como no reaccionó, el hombre supuso que Carlos Anderson estaba muerto. Unos metros más allá otros hombres armados intentaban prender el carro.

En el restaurante la oscuridad permite la conversación. La noche a veces es buena para las palabras. Dos parejas terminan de comer; una de ellas celebra un cumpleaños, y la otra parece una cita de Tinder. La mujer mira a veces hacia la mesa en donde está él. Da la impresión de que Carlos no solo habla de hace décadas en lugares lejanos; es como si hablara de otro mundo.

Carlos cuenta que el lote de su casa se componía de unas treinta hectáreas. Su casa era básicamente de madera. De la carretera principal a una quebrada había unos treinta minutos caminando. Si salía hacia el camino y giraba a la derecha, estaba la casa de Motor, el mayor de los cuatro hijos de la pareja de trabajadores de sus padres; si giraba hacia la izquierda, estaba la casa de una viuda.

Los días en la vereda eran tranquilos, a no ser que llegara el Ejército y, de un momento a otro, instalara un cambuche en su lote como para marcar territorio. Al terminar lo dejaban todo en desorden. Otras veces los soldados acababan su jornada, se cambiaban, se ponían ropa de civil, tomaban su arma y salían a atracar.

De resto, era una vida serena. Carlos iba al pueblo, caminaba, cazaba, jugaba, raspaba coca, nadaba, recogía frutas, iba a la escuela. Mientras habla, en un momento dado, muestra los dedos índices: son curvos. Cuenta la historia de que cuando le iba a raspar coca a alguien que le cayera mal, se ponía alambres de púa para dañarle las matas.

Para él, como para la comunidad de Orito, cultivar unas hectáreas de coca era como cultivar café: lo más normal del mundo. Raspaban la que tuvieran cultivada en sus hectáreas y vendían esa hoja a intermediarios, que después la transformaban para llevarla a los laboratorios que controlaban las FARC.

De esa vida parecen solo quedarle los dedos curvos; otra marca en su cuerpo que lo hace nunca olvidar su historia.

Carlos decía no recordar muy bien lo que sucedió después. Sí tenía breves imágenes de que tomó a su hermanito que estaba aprisionado por el cadáver de su madre y se lo llevó dentro de la casa. Allí cerró con seguro y corroboró si en verdad su tío y su padre habían muerto. Con la esperanza de que su padre siguiera vivo, se arrodilló ante su cuerpo y le intentó levantar la cabeza. Al moverlo, la sangre se derramó y en lugar de la mirada viva un agujero en la frente le ofreció el rostro de la muerte. Al tío una bala le había atravesado el cráneo detrás de una oreja. Carlos se dio cuenta, justo entonces, de que su vida había cambiado para siempre.

La angustia lo colmó tras entender que su familia había desaparecido, que se había vuelto el responsable de su hermano menor y que aún los asesinos no estaban lejos de su casa. Lo único que se le ocurrió fue pasar ahí toda la noche; si salía de la casa podía encontrarse con los hombres armados. En esos momentos cualquier mano amiga podía ser un enemigo. Tenía la posibilidad de ir a donde unos tíos, pero los cinco kilómetros de bosque, la herida y el peso de su hermano le hicieron percatarse de que lo mejor era quedarse ahí, donde estaba.

No guardaba ninguna esperanza. Los disparos eran asunto común y corriente en esa zona del Putumayo. En la vereda no debían estar alarmados. Su decisión fue esperar toda la noche; quedarse pendiente de oír sonidos por si los asesinos volvían, con la atención puesta a su vez en su hermano, para tranquilizarlo y hacerle saber que ahí estaría él, como en el resto de su vida. Por momentos dormía unos segundos, pero la imagen de su hermano lo despertaba de inmediato. Lo ponían alerta sonidos alrededor de la casa. Se quedaba mirando el techo y le ofrecía promesas a Dios. A veces, por un impulso, se escondía debajo de la cama o metía a su hermano en las cobijas. Su hermano lloraba pidiéndole un biberón; esa noche no se lo podría dar; reposaba afuera, junto a su madre muerta. ¿Cuál sería el siguiente paso?, si llegaba a estar vivo después de salir el sol, ¿a dónde iría?

A Carlos le dieron ganas de orinar. Recuerda que en una esquina del cuarto había unas botas amarillas de caucho. No podía salir al baño; no quería ir al baño. Se deslizó hacia las botas, arrastrándose tembloroso, y en cuclillas vació su vejiga. Quizá fue ese descanso lo único que lo hizo olvidar la necesidad de escapar.

Además de las marcas en el cuerpo, hay sonidos que lo llevan a su vida anterior. La última vez fue en 2019. Vivía en un edificio de la avenida Santander de Manizales (la principal avenida de la ciudad). Eran los días del Paro Nacional antes de la pandemia. La noche era fría; el ambiente se sentía caliente. Sonaban sirenas, gases en el aire, fachadas dañadas. Un policía sobre su caballo le daba con su bolillo a un niño sobre el piso. Explosiones, persecuciones; y, de pronto, un helicóptero en medio de la oscuridad.

Carlos al principio no lo oyó. Miraba por la ventana y buscaba, con su hermano y su novia, algún manifestante perdido, o si aparecía alguna tanqueta del ESMAD. Lo que encontró fue el sonido maquinal del colibrí nocturno. Las luces perdidas de la avenida después del campo de batalla pasaron a ser de nuevo hojas, árboles, tierra. El corazón le latía como un animal desesperado. Creía que no tenía concreto ni ventanas que lo defendieran de una ráfaga inesperada del helicóptero. El sudor fue frío; los pasos, rápidos. Con un impulso se tiró a la cama creyendo que se lanzaba a un matorral; segundos después, al respirar entre las almohadas, reconoció de nuevo el presente del apartamento, las manos de su novia, la mirada preocupada de su hermano.

–Esa fue la última vez que me pasó –dice Carlos, de nuevo en el restaurante, con el papel en donde dibuja los mapas–. Cada que oigo un helicóptero me desespero. En Orito pasaban cerquita, cerquita de las casas. Como esa vez del Paro, haga de cuenta. Y uno no sabía lo que pudiera pasar.

El amanecer frío. Carlos sintió que el peligro había pasado. Tomó una sábana y a su hermano y se dispuso a salir. Pero cuando abrió la puerta principal se dio cuenta de que estaba descalzo. Lo único que podía ponerse eran esas botas amarillas. En otras circunstancias quizá lo hubiera pensado dos veces. Esa mañana untarse de su propia orina era su menor preocupación. Vació el líquido en un pequeño jardín y se las puso. La humedad y el frío en la piel no lo hicieron detenerse.

Unos minutos después, a las seis de la mañana, un niño que esperaba el bus que lo transportaría al colegio vio que entre la neblina aparecía una sombra. Debió haber pensado que la sombra era uno de esos borrachos que en ocasiones se pierden de finca en finca; sin embargo, los gritos y la desesperación se hicieron tan claros que de inmediato salió a su encuentro.

–¡Ayuda! –gritaba Carlos, con su hermano envuelto en las sábanas ensangrentadas.

Unos minutos después lo interrogaba la madre del niño.

–Pero, ¿qué le pasó?

–¡Mataron a mi mamá!, ¡mataron a mi papá!, ¡a mi tío!, ¡estoy vivo de milagro!

Un breve interrogatorio fue interrumpido por un camión del Ejército. La madre del niño le pidió ayuda sin más y le indicó que por favor llevara a los nuevos huérfanos a donde vivía uno de sus familiares. Lo siguiente que sucedió fue tan rápido que Carlos apenas lo recuerda. Le contó toda la historia a otro tío y este se comunicó con sus allegados. La noticia debía regarse de voz en voz, pues aún no había celulares.

Para volver tomaron un carro prestado. Pasaron por el lado de la finca de Motor, los ancianos y los otros tres hijos, y Carlos vio la escena de sus supuestas personas de confianza alistándose para un nuevo día. Uno de ellos lo alcanzó a saludar; Carlos solo giró la cabeza. No había aún ningún indicio de por qué había pasado lo que pasó. De nuevo en la casa de la viuda un teniente le intentó hacer preguntas; a juzgar por eso, nadie tenía información.

Armando, el anciano padre de la familia, se le acercó. Su cara lo puso en alerta: el rostro serio, casi no levantaba la cabeza.

–Yo le quiero contar para que sepa qué fue lo que pasó –le dijo–; pero yo no quiero que por eso usté vaya a vengarse con mis hijos. Por la familia se hace lo que sea, pero yo sé que los van a matar.

Contaba Carlos que los siguientes días eran escasos de recuerdos; solo algunas imágenes del funeral y del entierro. Los vecinos se habían levantado a ayudar a limpiar la sangre, lo habían organizado todo para las honras fúnebres. Después, tres ataúdes en medio de la casa de madera. Toda la gente triste. A los minutos llegaron unos hombres. Ya se sabía quiénes eran. Unos diez en total, de negro, armados y más serios que los demás. Se abrieron paso.

–Mi sentido pésame –le dijo a Carlos el que avanzó de primero.

Carlos no dijo nada, pero reconoció en la voz la del líder de la noche anterior, con quien había hablado afuera de su casa antes de que se diera cuenta de que ya habían matado a su familia. Ya sospechaba quién era. Le decían Chichico.

–Nosotros no queríamos que eso pasara, pero ustedes no quisieron colaborar.

Carlos lo miró con furia. De nuevo silencio, respiración agitada, ganas de llorar.

–Tiene veinticuatro horas para irse –dijo Chichico con el mismo tono amenazante de hacía unas horas–. Termínelos de enterrar y se abre de aquí.    

Carlos nunca tuvo el valor de volver ni a mirar esa casa. Después del entierro tomó un bus en el que escapó hacia Pasto. De allí se fue a un pueblo cerca de Tumaco, a Llorente, donde un primo. Escaparse de Orito no le significó abandonar del todo el peligro: su familiar se ganaba la vida en el bajo mundo.

Allí, todos los días, además de zapatos, se colgaba un arma en el cinturón y pensaba en la venganza. Hacía trabajos para el combo de su primo. Aprendía cómo se vivía en ese entorno, en esos espacios donde el Estado no existe: solo la fuerza y el poder de las armas. Con eso tenía, por lo menos, una casa para estar, para estar seguro. No había opciones: era eso o era volver a Orito, a la muerte segura.

Decía Carlos: “como la mayoría de los seres humanos, para tomar una buena decisión primero debemos pasar por obstáculos que nosotros mismos nos creamos”. No duró mucho en Tumaco. La historia sigue con una familia que lo rescató y por la que pudo llegar a vivir a Manizales, hace catorce años.

Así terminaba Carlos Anderson su escrito:

“Llegué al dichoso pueblo, o quizá un caserío con una sola calle y casas a los lados. Un caserío, pero con mucho movimiento de dinero ilegal y, por ende, también con presencia de grupos armados al margen de la ley que se financian de todo el comercio ilegal, y que hacen que todo ese mundo sea un mundo de peligros. Para pueblos como esos no hay ni Dios ni ley que permita regular el comportamiento de la gente. En sitios como esos, fácilmente se los puede comparar con el comportamiento de la naturaleza en donde sobrevive el más fuerte y…”.

Nunca siguió escribiendo su historia.

Sin embargo, en una entrevista que concedió en octubre de 2023 para el programa Los enredos de Juanita, narró algo de lo que sucedió después. En Tumaco un primo le puso a seguir raspando coca entre Llorente y Río Mira (cerca de Esmeralda, Ecuador), por donde sale gran parte de la coca de Colombia. Ahí estuvo un año. Aprendió todo el proceso, desde cómo se raspa hasta el químico. Lo que sigue lo cuenta en sus palabras:

–Y, ¡oh sorpresa!, asesinan a mi primo –están en un café de la catedral de Manizales; Carlos, vestido formal, frente a la cámara; de tanto en tanto saluda aquí y allá; parece acostumbrado a narrar su historia–. Yo me salvé por escasos minutos de haber llegado al sitio. Ahí fue el momento en que dije: “venga, es la segunda vez que me salvo de un posible asesinato, no sé para qué estoy hecho, pero sé que no es para morirme ya ni tampoco para vivir de esto, ni del campo ni de la coca”. En ese momento tomo la decisión de volver a mi pueblo. Vuelvo a la cabecera urbana, al pueblo de Orito. Llego donde un primo; él me atiende, pero después de tres meses, como los muertos, uno empieza a oler feo. Él me dice que hermano, que le toca buscar qué hacer porque en mi casa no se puede quedar. Entonces salgo de su casa y busco a mi padre biológico.

Él siempre lo supo, siempre supo quién era. Lo buscó, aún vivía en Orito. Era un hombre con dinero. Tenía negocios, un supermercado. Una tarde, el padre contaba fajos de billetes en la caja registradora. Carlos se acercó.

–Buenas, a la orden –dijo el hombre; tenía un lápiz en la oreja; era capaz de ordenar con la mirada.

–Buenas, Álvaro –dijo Carlos; sintió que diría las palabras que siempre había querido decir; unos ojos parecidos a los suyos lo miraron primero como a un cliente; se sintió raro al constatar tanta cercanía y lejanía al tiempo–. Mucho gusto, me llamo Carlos. Soy hijo de Rosa Elvira, soy su hijo.

El hombre lo miró de arriba abajo unas tres veces. Puso a un lado el dinero y se rio como un tic, como un reflejo. En ese momento sonaron unas chanclas. Apareció después un delantal; el maquillaje hacía ver a la mujer como la dueña. No requirió de mucho tiempo para entender. El padre de Carlos había dejado la registradora abierta y, según la imagen que vio allí, había visto una especie de espejo real.

Lo siguiente fue solo una constatación de lo que ya sospechaba. Claudia –así se llamaba la mujer– en lugar de reaccionar con una escena de celos, abrazó a Carlos. En adelante ese abrazo duraría toda la vida.

–Álvaro, yo no vine a pedirle nada –le dijo Carlos a su padre cuando, a regañadientes, se tomaba un café con él en una cafetería de mesas y sillas estáticas, de colores pastel–. Necesito es que me dé trabajo. Voy a entrar a estudiar de noche.

Tenía quince años y apenas iba a iniciar el bachillerato. En una bodega, su padre Álvaro le instaló su cuarto. Dormía al lado del carbón, se levantaba repleto de tizne en el cuerpo. Trabajaba por la comida y por la dormida. Álvaro no le pagó un peso extra. Así estuvo un año y medio. Había logrado pasar sexto, séptimo y octavo. Alcanzó a pensar que su vida se resumiría en esa habitación cuya decoración eran dibujos rústicos y negros.

No obstante, un día llegó una media hermana, hija de su padre. Álvaro mandó a llamar a Carlos y le dijo que le tenía un trabajo; ese trabajo era justamente lejos del supermercado, donde nadie lo podía ver. Claudia, su esposa, se dio cuenta del intento de ocultarlo. Carlos ya bajaba las escaleras a su búnker. Claudia corrió detrás de él, sonaron las chanclas; los clientes y los empleados pensaron que había habido un accidente.

–¡Carlos, venga le presento a Vanesa!

Vanesa, una mujer elegante que parecía caminar sin apoyar los pies, casi llora al darse cuenta de que tenía un medio hermano de casi la misma edad: solo los separaban diez días. Ella se hospedaba en Manizales mientras volvía a España. Había ido al Putumayo solo a ver a su padre Álvaro. Nunca sospechó que en ese viaje conocería a Carlos Anderson, ni que, al volver a Caldas, un remordimiento o un llamado la harían invitarlo a él a pasar unos días con ella.

La escena fue así: Carlos Anderson se bajó del bus en el antiguo terminal de Manizales, un edificio estrecho y rectangular con formas de triángulos en el techo. Debió pasar por artesanías, por los puestos de dulces artesanales. Especialmente debió haber sentido algo que no había sentido antes así: frío. Era un día de neblina en la ciudad y Carlos Anderson, en lugar de sentir tristeza, lo invadía la expectativa. Las vio a las dos en un puesto de tintos, sentadas, esperándolo, ¿cuándo alguien alguna vez lo había esperado?

Ellas lo vieron y se pararon de inmediato; algo especial, no se sabe qué, los conectaba. A pesar de la neblina Carlos vio claramente; solo bastó un saludo para que Mari, la madre de Vanesa –una mujer igual de elegante que su hija– lo abrazara y llorara. Ahí mismo, en esa cafetería hechiza, le dijo:

–Yo tengo dos hijas, pero siempre quise tener un hijo. Desde ya te considero mi hijo.

Era julio de 2008. Carlos pasó con ellas unos días y le propusieron quedarse a vivir en Manizales, donde una conocida, por el barrio Villapilar, cerca del hospital San Isidro. No tenía nada qué perder. Ya lo había perdido todo.

Desde ese año no ha vuelto al Putumayo.

En Manizales volvió a estudiar. Validó en Confamiliares, en el barrio Chipre. Quiso seguir estudiando en algún tipo de técnica o, de pronto, entrar a la universidad, pero no logró pasar a nada. Sin saber cómo ni por qué, una corazonada lo paralizó. Iba camino al SENA y vio un edificio muy lindo; un edificio solitario en un lugar poco habitado de la ciudad. Tenía una arquitectura distinta y una cúpula que sobresalía, era la Universidad Autónoma de Manizales. Investigó más y vio que allí ofrecían el programa de Ciencia Política. De inmediato llamó a Mari, a quien empezaba a considerar su mamá, y ella le respondió:

–Listo –le contestó por teléfono, emocionada–. Saca un crédito con Icetex y ponte a estudiar. Nosotras te ayudamos con la manutención y tú saca el préstamo con el Icetex.

El deseo de venganza, entre tanto, se fue diluyendo entre la vida y las cosas cotidianas. Como una herida que, poco a poco, con mucho tiempo, sana.

–No podía dejar de lado todo lo bueno que estaba ganando –dice Carlos Anderson en la entrevista de la catedral; se ríe con la entrevistadora porque una flor blanca le cayó a él a la cabeza–. Debía avanzar.

–Pero entonces, ¿qué fue lo que le dijo el papá de Motor?

Otra vez en el restaurante de La Estrella. La noche también llega con los desenlaces.

–El hombre confesó. Dijo que nos habían traicionado porque los habían amenazado a ellos. O eran ellos o éramos nosotros.

Pide la cuenta. Dice que él quiere pagar.

Quince minutos después y ya está afuera, en la oscuridad. En ese momento recuerda que en cuestión de diez años la vida le volvió a cambiar. Hace frío, hay carros parqueados en el barrio residencial, barrio en el que también hay algunos restaurantes. Tal vez uno de estos carros los lavó; cuando entró a estudiar Ciencia Política, a la par, trabajaba en un parqueadero lavando y parqueando carros en el centro de Manizales. Un amigo de la época –quien entró a estudiar la carrera con él y quien fue su compañero hasta que se graduó– dice que tenía el pelo con mechones monos, las patillas de Simón Bolívar, anillos de mafioso y una correa con las imágenes de dos pistolas en la hebilla. El amigo, que se llama Juan Alejandro, cuenta la historia de que era muy tímido y que, poco a poco, les fue narrando su vida a los compañeros del semestre. En ese tiempo Carlos seguía viviendo en un cuarto. Entre tanto, Juan Alejandro lo acogió, lo llevó a motilarse en una peluquería famosa, recogió ropa para regalarle y le brindó su amistad. Cada tanto iba a comer a su casa.

–No me dejé echar para atrás por voluntad y por mi hermano –dice Carlos Anderson en la entrevista–. Yo prometí que iba a luchar por él. Entré a una universidad privada, pero los cuatro compañeros con los que ingresé me acogieron como parte de su familia. A muchos les hice los trabajos. Fue difícil. Ellos salían de fiesta, pero yo no tenía con qué.

Había perdido contacto con su hermano. Años después, cuando fue escalando en la Gobernación, él mismo lo llevaría a Manizales. Al final logró graduarse e hizo la práctica en ahí, en 2015. Recién graduado trabajó por prestación de servicios. Se sostuvo; no tenía otra opción. Atravesó los cambios de gobierno, aprendió a moverse entre políticos, se volvió un asesor importante del gobernador saliente y luego se convirtió en su secretario de Planeación, para, a continuación, ser ratificado por el entrante. Políticos, tanto de oposición como oficialistas, atestiguan que se ha vuelto una de las manos derechas del gobernador. Expertos coinciden en que es un técnico que sabe moverse estratégica y políticamente, y que conoce la gestión, la planeación y la implementación de proyectos, fruto de la especialización que hizo en Gerencia Estratégica de Proyectos. Por estos días termina su maestría en Gestión Pública y sobrevive con éxito a la primera cancelación en Twitter (X), cuando apareció en un video explicando por qué debía mantenerse la ley seca durante las elecciones del Área Metropolitana Centro Sur del 26 de noviembre de 2023. Y empieza a sobrevivir a su propio éxito: hace unos días la Universidad Autónoma de Manizales lo premió como un destacado graduado.

–Les quiero presentar a mi secretario de Planeación –dijo el gobernador saliente Luis Carlos Velásquez durante una charla a jóvenes de colegio–. Venga Carlos y dígales que uno no es ni el apellido ni la billetera.

Entonces Carlos Anderson se levantó y, como si siempre hubiera estado guardando esas palabras, con su voz profunda que abarca los espacios, dijo:

–Yo hoy al ver hacia atrás me he dado cuenta de que yo tengo capacidades para superar incluso hasta mis propios sueños; porque mi sueño no era ser secretario, era imposible. Y hoy me he dado cuenta de que tengo capacidades para lograr cosas que no había pensado. Dios no lo quiera y me pasa algo, y yo me voy feliz. A mis treintaiún años me doy cuenta de que puedo hacer cosas más de las que me había propuesto. La vida se ha reivindicado conmigo. Y hoy estoy en el ánimo de poder devolverlo.

También de ese otro tiempo queda muy poco. Fue en 2019, cuando logró tener un buen cargo, contactó a su hermano para que fuera a vivir con él en Manizales. Ahora se prepara para iniciar su pregrado. Carlos Anderson pudo cumplir su promesa.

Su vida es la demostración de que todo ser humano vive varios pasados; la demostración de que esos pasados no nos determinan, necesariamente.

“Uno no es donde nace, sino donde se hace”, lo repite mucho.

Hace frío. Carlos aún parece un estudiante con su morral. Solo la calma lo delata. Pocos días puede dormir toda la noche. Pero, por lo menos, ahora cuatro horas de sueño son un descanso. A veces la noche es un descanso.

Antes de irse a su carro –el carro de dotación de la Gobernación–, se acomoda la camisa y tapa del todo la cicatriz del brazo. Se voltea y dice:

–Julia, muchas gracias por todo. Dios lo bendiga.

Su abrazo es completo.

Hay cosas que no cambian.  


[1] La mayoría de los nombres los cambié por seguridad. Para este perfil reconstruí las escenas a partir del relato que Carlos Anderson escribió hace unos años. También lo escribí con base en entrevistas a él y a personas que lo conocen.

Diciembre 18 de 2023

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

6 comentarios sobre “La cicatriz de Carlos Anderson

  1. Estoy como Guillermo, no tengo palabras, solo lágrimas de nostalgia y orgullo. Son las 2:50 am, me había acostado después de un día largo y recordé que no había leído tu Columna sobre Carlos A, enseguida tomé mi celular porque sentía que no podia dormir sin leer la historia que tantas veces escuché de voz de él cuando estabamos en la Universidad. Nos lo contó Septiembre de 2010 en nuestro primer semestre de Ciencia Política. Carlos A es la historia de superación más loable que conozco y su vida es una oda al merito y al merecimiento.

    Gracias Julia, por contar tan bonito lo que ha sido la vida resiliente de mi querido amigo. Un abrazo!

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    1. Maryori, ha sido toda una vuelta al pasado el reconocer esta historia que nos marcó. Gracias por todo el tiempo que destinaste para leerla y por permanecer ahí. Imagino el momento en que les contó eso. Debió haber sido duro. La verdad es que es una historia de inspiración, como abundan en este país. Un abrazo y espero verte de nuevo por ahí!

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