Hojas en la lluvia

Un cuento sobre la cuarentena.

Afuera el mundo parecía frío. Gris como las veces que recordaba haberse sumergido en una piscina y abierto los ojos para ver la realidad borrosa. Ahora ese gris era diferente: un gris más nítido, menos próximo, más posible de distinguir de esa otra realidad normal de las cosas. “Unos días así, otros días hace sol”, se dijo, y recordó las veces que acostado en el parque esperaba a que las nubes cubrieran todo el cielo para tener que salir corriendo y escamparse de la lluvia. Sin miedo.

Al lado de la ventana estaba el cafeto que crecía escondiéndose del sol, como burlándose de la vida. Le parecía singularmente extraño pues se supone que las matas buscan la luz. “Todas las cosas se parecen a su dueño”, solía decirse por las mañanas, al mirarla. Desde que pasaba más tiempo en la casa se había fijado en las nuevas hojas que le nacieron en forma de corazón: estas no crecían como colgadas y atravesadas por una línea en medio de la que surgían otras –como la piel de la columna de un tigre–: eran pequeños corazones, lisos, diminutos, que a la luz de la mañana parecían sombras estáticas. 

“Debe ser que sigo soñando”, pensó, al detenerse en las hojas corazones. De todas las cuadras solitarias, la que veía por la ventana parecía un funeral. Desde hacía unos días todos eran domingos o lunes festivos. Solo el pito del vecino que llegaba madrugado a “Despertar a todo el mundo porque le daba pereza estirar el brazo” lo devolvían a algún tipo de conexión con la realidad. Intentaba hacer memoria de si era martes o miércoles y al final concluía: “Para qué saber si hoy es jueves si mañana no voy a poder salir a tomar cerveza”. Había tinto en la cocina que calentó en el microondas. Leyó las noticias del día: 

–Dicen que este virus pierde potencia –concluyó, tras una pasada general por los periódicos–. Uno lee y lee noticias y al final no sabe quién dice la verdad. Puro cuento y ganas de producir titulares, pero nada más. 

Quiso seguir el juego, una especie de indagación virtual para matar el tiempo. Hacía unos días, un médico italiano, Alberto Zangrillo –la figura abundante y voz torrencial de un médico de entrados setenta– había dicho que el virus estaba clínicamente muerto. Intentó entender la lengua dantesca hecha voz que después de siglos parecía mantener a millones de voces en cada palabra. ¿Cómo hacía el lenguaje para que su mundo cambiara en una entonación? Todo eso le cupo en la sensación del instante. Leyó que, además de él, también otros investigadores como Massimo Clementi y Guido Silvestri habían dicho lo mismo. ¿Por qué lo decían ahora? ¿Acaso tenía que ver algo con que Zangrillo fuera una especie de médico de cabecera de Berlusconi, alias El Caballero?

–El Caballero, Berlusconi, sí, el viejo galán italiano de pelo pintado y arrugas al sonreír; el de los escándalos con las putas y las millones de fiestas. Me acuerdo de cuando Slavoj Zizek lo nombró como el nuevo autoritarismo permisivo y edonista. ¿Zangrillo su médico? Pues algo tiene que haber de extraño en este cuento.

Mientras leía se encontraba con que el médico italiano trabaja en el hospital San Rafaele en Milán. Tenía cientos de publicaciones académicas y miles de citaciones: uno de los diez mejores médicos del mundo por su historial. “Toda una autoridad”, susurró, sonriendo. Encontró, en medio de las páginas que, a pesar de su reconocimiento, su comentario fue criticado por falta de validez, por apresurado y por carente de fuerza científica.

–La OMS critica a estos científicos porque podría llevarse a un segundo pico de contagios; otros dicen que deben hacerse estudios comparativos, y para ello se requieren tiempo, pruebas, casos, contrastes, plata; otros dicen que porque el virus se va debilitando sin ser identificado y de esa manera sobrevive; que se trata de una pérdida de letalidad del virus, pero que hacen falta años para eso. En realidad nadie sabe a ciencia cierta: apenas se puede decir que se trata de una mejora en la reacción de clínicas y hospitales para responder al virus. 

Todo lo decía recordando lo que había aprendido con su maestro: dudar de todo, hasta de lo que parecía ser más obvio. Definitivamente se trataba de una especie de maquinaria que creaba comprensiones por ganar influencia. ¿En qué momento la ciencia se había vuelto así también como el periodismo que va en busca de la noticia? ¿A dónde se fue toda la reflexividad, la importancia de dejar pasar el tiempo para cuestionar las palabras? ¿Qué era entonces la ciencia hoy?

Se hacía preguntas mientras terminaba el tinto. Cuando lo hizo, salió de la casa y se fue a dar una vuelta al parque. Era la salida del domingo que intentaba mantener desde que todo había empezado a abrirse. Le preocupaba la paranoia que iba creciendo en su cabeza conforme pasaban los días. Ahora sabía que todo se iba a poner peor, pero que no estábamos preparados para eso. Incluso pensaba en los de la psicología barata de que “Hay que hacer de toda crisis una oportunidad”, sin tener en cuenta la principal preocupación: la desnudez del sistema inequitativo, tanto económica como ambientalmente: el ir corriendo derechito al abismo. Recordó la columna que había leído la noche anterior, antes de acostarse, de Juan Álvarez, y le pareció apropiada para nombrar lo que sentía al cruzar el parque y detenerse en las caras sonrientes, las vidas como sin trascendencia:

–Este es un mundo sin verso –se hablaba bajito, el frío apretaba los pies y aceleraba el paso, mientras la gente lo miraba sorprendida en su diatriba solitaria–. Un mundo ya sin lenguaje para nombrar esto que nos pasa es un mundo que parece estar feliz matándose. Está bien, podemos vivir en el sonido iracundo de nuestras sonrisas, pero no deberíamos olvidar que mientras padecemos hay quienes piensan ganar plata con toda esta mierda, con el dolor de los demás, con nuestro dolor

“No es un momento para sonreír”, terminó. Dio dos vueltas más sin dejar de mirar el piso y se sentó en una banca después de echarle alcohol, en la que había aparecido inesperado un rayito de sol. Extrañó de nuevo tirarse en el pasto del parque sin preocuparse por nada, solo por la lluvia que comenzaba también a sentirse. El viento aumentaba el frío. No había, esta vez, escampadero, ni se podía refugiar en su cuarto. Estaban solo él y el parque.

–Este virus nos ha hecho ver cercanía en el mundo lejano, como el de los médicos italianos, y lejanía en el parque y su gente–. 

En el fondo sabía que no se trataba solo del virus. Al final todo terminará igual: por inmunidad adaptativa o inmunidad innata o inmunidad cruzada todo terminará distinto para terminar igual, como diría Lampedusa. Solo nos quedaremos con esta mente, con estas acciones, con estas imágenes y con lo que podamos hacer de ellas. Nos quedaremos con lo que podamos sobrevivir. Suspiró, mientras sentía que su tristeza se disipaba un poco entre la lluvia. Imaginó un mundo en el que la gente tenía que presentar pasaportes biológicos para ser libres. No lo vio muy lejos. 

Se detuvo en la hoja que resistía la lluvia. Recordó las hojas corazones de su casa: todas iguales, todas diferentes. “Al final solo somos esto: hojas, algunas logran escamparse de la lluvia, otras se quedan solas ahí, resistiendo el agua”.

07 de junio

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

Un comentario en “Hojas en la lluvia

  1. Ojalá fuera un cuento o el relato de una pesadilla, pero es muy real. A los coetáneos que involuntariamente cumplimos condena sin haber cometido sino el delito de haber sobrevivido hasta ahora y sintiendo como vilipendiamos nuestros pocos días en un encierro estéril pleno de incertidumbre, cuando aún hay ganas de vivir y de ser útiles, nos queda tan sólo tener el coraje de buscar la libertad para volver a caminar descalzos bajo la lluvia…

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