Este es un escrito en la cocina, el cuarto, el estudio y al mirar la chapa de mi cuarto. Sobre la condición del cuerpo y la mente y su relación con la enfermedad en la cuarentena.
La enfermedad –o la noción de ella– nos ha acercado. El miedo al contagio, el sobresalto del cuerpo. Adentrarse en su misterio es recuperar la imaginación de lo cercano, de la casa. La enfermedad debería ser la expresión natural de la condición de estar vivos, y no la manifestación de la imperfección o la representación de las condiciones socioeconómicas. No somos máquinas perfectas y felices sino seres humanos que procuran comprenderse.
En la cocina
A mis amigos Luis F. Molina y Agustín Cuartas Villada
Carolina y la casa
Hace dos noches mi amiga Paola Pérez me envío un link. Hacía mucho tiempo no hablábamos entonces sabía que era algo importante. Lo abrí. Descubrí el título que decía Otro afuera. Sonreí al ver que abajo decía Carolina Sanín. Entonces aguardé el sueño por un rato más y me dediqué a leer las palabras de quien conocí a finales del año pasado, cuando dictó un taller de escritura creativa con Prólogo Libros. La imaginé imaginando su casa como el otro afuera de su casa interior. El oikos, la administración de su soberanía, ese espacio que tenía que ser soñado para ser comprendido. Toda la casa como una narración y un drama en el arco del día. Motivé en sus palabras la escritura de lo que sigue.
Ella me enseñó acerca de la escritura mística de la sensación cotidiana. El arte de hacer de los eventos del día a día significados de la imaginación, objetos para pensarse y pensar el mundo. Nos dijo la primer clase que sería un taller para imaginar, y eso fue: éramos un grupo de estudiantes de diferentes generaciones que imaginaríamos piscinas como escenarios teatrales, oficinas de hipócritas, ladrillos descoloridos, edificios nostálgicos, sacaganchos tristes y manchas de barro en el papel de un libro como huellas de tesoros. Antes de la primer clase la esperamos como aguardando a una sacerdotisa: en un silencio monástico, nadie habló; todos respirábamos con paciencia en el resguardo de la fría Bogotá: un espacio blanco como de museo en un segundo piso de un edificio de pasillos estrechos. Yo estaba expectante. Tenía ansiedad y miedo. ¿A quién me encontraría allí? Terminé dando con una maestra capaz de leer el punto exacto en que cada estudiante está, y de cuestionar con rigor y pasión la supuesta certeza de las palabras y el supuesto conocimiento de la coherencia de las formas.
Cuando leí emocionado uno de los ejercicios que había hecho para una clase –de unas gafas que se me habían roto–, ella me respondió: “Muy bien, pero eso no fue lo que pedí”. Así entendí algo de la escritura: nunca un buen escrito es suficiente: hace falta la sintonía del lector, el intérprete. Carolina enseña con la escritura sobre la experimentación del cuerpo y su relación con el mundo. Hoy en día en esa relación la enfermedad parece ser uno de los puentes, de las articulaciones con el mundo de afuera. “No puedo escribir sobre esa relación si no lo pienso desde mí”, pensé, mientras lavaba los platos. Ahora mismo reflexiono –el fogón está prendido mientras espero a que la aguapanela hierva para hacer el tinto–: esta misma agua con la que lavo es la que alguna vez, irónicamente, vio Heráclito.
La escritura es este medio que he encontrado por estos días. Pero solo es uno de la infinita capacidad de creación del ser humano. Mi amiga Adriana Parra me ha invitado a comprender. Ella es psicóloga aprendiz del psicoanálisis. Sobre todo es un ser que se transforma y que vive en lo que crea cuando dice que cree. En la cocina hay una cuchara sopera metálica perfecta, impecable, con la que servimos la sopa; y hay una cuchara de palo que es rugosa, con la que batimos el jugo. Como las dos cucharas, hay vertientes de la psicología que parecieran ser opuestas, pero que pueden encontrarse: la cuchara sopera es la gnoseológica, y la ascética es la de palo. La una pretende lo objetivo, lo comprobable; la otra la verdad a través de la transformación del ser. Tanto la una como la otra sirven para hacer el almuerzo. Adriana enseña la comprensión del alma humana. Me invita a citar a Juan Diego Lopera y su equipo: “el alma como cultura encarnada”, conjunción entre el “organismo biológico”, de la especie, y las “fuerzas que lo intervienen y lo impactan”, de las instituciones.
Hemos sido ahora esa posibilidad de transformación entre lo que sabemos que es objetivo y la comprensión de nuestra subjetividad. Solo a través del cuidado de sí y del conocimiento de sí –pregunta que viene de Sócrates con el dos en uno, dos que conversan en uno solo; el conócete a ti mismo y la singularidad– sabemos que somos lo que queda de la imaginación de los días: la capacidad de reflexionar sobre lo ideal y lo que no es, en lo ideal y en lo que no es.
En mi cuarto
Somos Paul
Después de toda su vida estar encerrado en un pulmón artificial, Paul se miró al espejo y sonrió. Había tenido que sobrevivir a dos epidemias: la de la polio, cuando en la calurosa Texas de los años cincuenta los cines, piscinas, bares e iglesias también fueron cerrados, y quedó paralizado de todo el cuerpo menos de la cabeza, y tuvo que aprender a respirar de nuevo a través de un truco con la boca, la garganta y la lengua que llamó “la respiración del sapo”; y esta otra epidemia, la del coronavirus, el nuevo. Esta realidad es una ironía: nunca estuvimos tan cerca de Paul. ¿Sobreviviremos otro día, otro mes? ¿Podremos viajar de nuevo? ¿Esta será nuestra realidad para siempre? ¿Es esta falta de movimiento el único movimiento que podremos tener? Él era un niño texano que corría del patio a la cocina para al otro día tener que aprender de la condición estática del cuerpo, en esa nueva realidad que resultó ser eterna. Pudo vivir, sin embargo, una vida: se graduó, se enamoró, dio clases, trabajó como abogado en audiencias, hasta tuvo que soportar la muerte de sus seres queridos. El día en que se miró al espejo y sonrió nos hizo recordar que, como la polio, esta enfermedad, la que provoca el nuevo coronavirus, tal vez sea otra más, un olvido más, y que sea eterna mientras dure.
Estaba en mi cuarto y me sumergí en esa historia. Me imaginé pensando en la parálisis. Sentí que me dolían los huesos, el calor del encierro y de las hebillas de cuero que me atrapaban, y que quería gritar, y que gritaba, sin saber muy bien si me oían. Sentí que me había despertado de un sueño en el que me veía molestando con mis amigos, también encerrados en pulmones de metal grandes como barriles pintados de amarillo. A los otros días ya nos los veía más. Sentía una tristeza más dolorosa que el dolor de mis huesos. Entonces tenía que imaginar –en mi visión entre las cobijas– las caricias de mi mamá después de jugar fútbol, el descanso de acostarme en la cama después de haber corrido, la piquiña en la piel por el pasto después de las caídas. Imaginé que podía tomar sin mayores esfuerzos la leche fría de la nevera. Imaginé después que quería estudiar, que quería leer historias de otros, y ayudar a tantos y tantos que como yo –el yo de mi visión– estaban en una condición similar. Después abrí los ojos –ya había dejado de imaginar, o eso creía, pues me detuve en el blanco pálido del techo, como otra forma de la piel del concreto–, respiré y me puse a hacer ejercicio. Vi las gotas de sudor caer y hacer un charco en el piso. Sentí que todo el cuerpo sentía, que estaba vivo en esa sensación. Me miré al espejo y aprecié la agitación, la respiración involuntaria. Entonces agradecí.
Nunca he estado tan cercano a Paul como ahora. No había pensado en que algún virus iba a poner en riesgo mi vida. Tampoco me había detenido en que podía llegar a morir. La vulnerabilidad era cosa de otros, no era mía. Como Paul, que era una figura del pasado. Este virus lo puso de nuevo en medio de las preocupaciones. Una enfermedad que ya ha sido superada en la mayoría de países –excepto en Afganistán, Nigeria y Paquistán–, ha resultado próxima de nuevo: no por la enfermedad misma, sino por lo que sentimos: la incertidumbre, el miedo, la ansiedad. Paul reflexiona al final de la historia que en el pico de la epidemia de la polio, a mediados del año pasado, todos hablaban sobre ella, pero con el tiempo fue olvidada. ¿Esta empatía nos durará lo que dure la epidemia? ¿Podremos ver más allá de la inmediatez de los titulares? ¿Será un inevitablemente olvido más para consultar en las páginas de Wikipedia?
En el estudio
Enfermedad mental: otra manera de ser humanos
Mi amigo y cómplice en estos escritos de cada fin de semana, Luis F. Molina, me ha enseñado, en su propia carne, lo que significa reconocerse. Alguna vez le escribí a él que había nacido periodista. Su mayor empresa ha sido la posterior: lo he visto conquistarse y, cada vez que hablamos, ahí estamos para ser eso que no necesita preguntas ni juzgamientos: ser amigos. Luis F. –el meteorólogo, el periodista y el elegante de tenis amante de la salsa– dice: Soy bipolar. Escribe sobre esa enfermedad, y se expone con alegría haciéndolo. De lo que dice parece haber una conclusión: la enfermedad mental no es un asunto de locos; es un asunto de humanidad. Uno es bipolar como uno es también amante de las nubes.
Si algo es esta enfermedad es un misterio. El misterio se manifiesta en la emoción, en las sobrecargas, en los vaivenes de rabia y alegría. Le cuenta al mundo Luis F. –fuera de las causas químicas y físicas, los episodios depresivos y maníacos o hipermaníacos, y el listado de síntomas posibles que son síntomas al final de todos–:
“Con la bipolaridad llegan otros colgandejos como trastornos de ansiedad, de alimentación, déficit de atención (en lo que soy campeón), problemas con drogas o licor o problemas de salud física como enfermedades cardíacas, problemas de tiroides (aquí va el emoji que levanta la mano), dolores de cabeza u obesidad. Ser cachetón, pero flaco, no aplica”.
Soy testigo de que, en efecto, cuando baila salsa se le mueven los cachetes.
Como la polio en su tiempo, hoy los periódicos y los medios replican comentarios de expertos sobre la que es la supuesta enfermedad de hoy: la relacionada con la mente, las adicciones, las ansiedades, las depresiones, las frustraciones. Esta pantalla que ahora miro es la misma que muchos miramos, y que es testigo de ese latente quemazón, la recarga frondosa del trabajo, el síndrome del burnout, en fin. Estamos más criados para ser grandes hombres del mercado, exigentemente optimistas, pero no para conocer las propias emociones. Esta pandemia apenas nos ha permitido ver esa otra desnudez: la de que –como dice Chul Han– somos esclavos de nosotros mismos. Deberíamos construir instituciones pensadas para que los seres humanos seamos los mejores conocedores de nosotros mismos.
La ciencia habla del tacto –precisamente lo que no podemos hacer ahora: tocar al otro– como un factor determinante para sentirnos seguros, vinculados. La mera caricia, nada más, ya es un estímulo de la piel para sentirnos protegidos, amados. La cuarentena es el deseo de volver al tacto sin preocupación. También la ciencia habla del ser humano como un sistema complejo: todo vinculado con todo, el sistema digestivo con las emociones, las emociones con los pensamientos. Las emociones son expresiones del cuerpo tanto como manifestaciones de la mente. También nos dice que las emociones tienen memoria: esto que sentimos ahora, de alguna manera, tiene un origen en el tiempo.
Mi tía Fanny es psicóloga. Extraño en especial su tacto. Las manos cuidadas, la piel suave. Mi tía me cuenta que para los psicólogos la vocación en cuarentena también los ha llamado a dar más de sí, hasta el punto de una “fatiga compasional” –algo similar pueden sentir los cuidadores y enfermeros después de horas y horas de trabajo en las unidades de cuidados intensivos–. Las llamadas no paran hasta las diez de la noche y, si no apaga el celular, podría quedarse contestándolas hasta el otro día. Las historias crudas de las pérdidas de los nombres de los cadáveres, las llamadas suicidas, todas las recibe. Soledad, miedo, maltrato de pareja, conflictos familiares, adicciones, cansancio por asuntos laborales y académicos. Miedo a la muerte y duelos. Muchos duelos.
Recibo sus mensajes al celular. Mensajes que me llaman a la realidad:
“Las enfermedades de tipo mental están unidas a mucho sufrimiento. A mucho estigma, que es lo peor. Hay gente que no pide ayuda, y no dice que está mal porque le da susto que le digan que está loco. La ayuda psicológica debería ser para todos, en la medida en que si vamos a donde un buen psicólogo aprendemos a vivir mejor. No es solamente porque estemos mal”.
Esa postura ha sido para mí de gran ayuda. El año pasado conocí por LinkedIn a Patricia, mi psicóloga. Las veces que he ido a visitarla le contaba cosas que me pasaban. Cada vez que salía de una cita con ella sentía y vivía que no era ni tan malo ni tan bueno sentirse agobiado –que era un asunto humano–, y que la cabeza podía estar proyectada, organizada, conforme uno mismo la iba guiando. Que la mente estaba llena de frases como puñales por la espalda, y que era una opción reflexionar sobre ellas, sopesarlas. Respirar. Aunque no es voluntad, como dice Luis F., sí hay mucho de reconocimiento de uno mismo.
Porque después de todos los años encerrado en el pulmón de metal, Paul se mira al espejo y sonríe.
La sociedad del cansancio de Chul Han nos ha estado hablando desde hace tiempo. Hay una palabra: tragedia. Tragedia para decir que las tasas y porcentajes de suicidios crecen –cuyos casos son cada vez mayores en menores de edad de entre cinco y nueve años–. Se estima que el cuarenta por ciento de la población colombiana, entre los diez y ocho y los sesenta y cinco años, ha sufrido o sufrirá algún trastorno mental. Lo más crítico no es esto: ya sabemos que es una tendencia mundial. Lo más crítico es que no hay igual acceso a todos. Entre las barreras económicas –los más pobres y vulnerables no tienen el mismo acceso– y las culturales –la conciencia de la necesidad de resolver un problema– está el cuestionamiento. Tener un acompañamiento psicológico no puede ser un asunto de estrato social.
Mi tía me cuenta:
“Es la más dura realidad, por ello el aumento de las enfermedades mentales, sin atención, sin escucha, sin medicamentos, sin ninguna protección. La salud mental ha sido la cenicienta en este país. Ahora se ha hecho un poco más visible por la pandemia”.
Mi mundo ahora era mi mundo de antes. Se compone de un tinto, un termo de agua, una libreta y una pantalla. El pedazo de tierra que ahora habito. Alguna vez cada cosa ha sido parte de otra, y después también lo será de otra. Aún –en este presente eterno– están a mi lado. Es el espacio en el que mi mente juega, y me juega, entre historias del mundo, entre ideas y emociones. Ahora que pienso en las enfermedades leo que se habla de la relación entre el crecimiento económico y la propagación de ciertas enfermedades. ¿Crecemos para enfrentarnos con lo desconocido? ¿O no crecemos lo suficientemente bien? Sea la segunda vía, cada presente muestra una forma diferenciada de encontrarnos con un presente inequitativo.
Al mirar la puerta de mi cuarto
La liberación es la imaginación
Una de las formas de la creación debe ser la imaginación.
Se supone que la casa es la ausencia de la enfermedad, la protección o el cuidado. Se me hace que la casa ya no es la garantía de la protección contra la enfermedad: como antes podía ser el resguardarse de infecciones. El misterio avanza desde adentro, y se refleja en paralelo con el mundo de afuera. La casa por dentro es la manifestación de otras crisis. La mente es esta casa que a veces dejo sin arreglar y sin limpiar: las cosas se quedan por días en donde las dejé sin pensar. A veces soy una copia de mí con las rutinas. Porque si algo he sido es rutina. La misma puerta que cierro y abro todos los días es idéntica a las que cierro y abro cuando estoy en otro lado, pero esta vez abro y cierro para quedarme en el mismo lugar.
La chapa de esta puerta apenas tiene un botón para poner el seguro. Si no existiera el botón no habría forma de cerrar. No habría ni siquiera puerta. Sería un rectángulo raro en la pared. La puerta existe porque existe la chapa: sale de la puerta como un ojo permanentemente abierto. Un ojo como un centinela que mira sin ver siempre al mismo lugar. Ojo manoseado, ojo portal, ojo cerrojo. Cuando se abre, la chapa acciona el seguro y suena algo como de resorte metálico. Tac. Como un hielo que cae, la mente se hace la imagen: es una chapa. Ahora mismo chapas similares están siendo desinfectadas una y otra vez. Esta chapa no. Tal vez nunca ha sentido el alcohol. Casi nunca está cerrada. En esta casa solo duermo con la puerta cerrada, supongo que para no despertar con mis sueños a mi familia de Bogotá. En esta casa el arma de la puerta –la chapa– está hecha para no accionarse. Pienso en tantas historias que han podido terminar o comenzar por la milésima de segundo de poner el seguro o de quitarlo.
Por eso la liberación es la imaginación. Para los que vivimos aún en cuarentena, el recurso de ir más allá de la propia vida es la vida. Imaginar hacia la movilización en la quietud. Cuando toco guitarra imagino estar en un escenario, y se me pasa el tiempo. Pasa y no pasa. Estoy atento a los sonidos. Los dedos van y vienen, intento meterme en las notas, ser parte de ellas. Uno debería ser ligero como una nota. Eso suena a libertad. Mi amiga Adriana Parra me habla de objetos buenos: las cosas que hacemos con las manos para liberar la mente. A mi pregunta sobre las consecuencias negativas del encierro, me responde:
“Le decía ayer que lo abordaría cambiando un poco el sentido de la pregunta. Considero que en este momento la gente necesita un mensaje de esperanza, sobre todo porque lo que viene es incierto y eso hace que nadie conozca en realidad cuánto tiempo más vamos a estar así. Yo escribiría sobre la importancia vital en este momento de los objetos buenos y protectores que habitan el psiquismo”.
La imagino en consulta diciendo exactamente lo mismo.
Habitar el psiquismo. Habitamos el psiquismo como una casa en la que siempre estamos. No importa si salimos o si entramos. El psiquismo es nuestra casa. Donde también están los otros, los que proyectamos interiormente. El yo y el otro, el otro y el yo, lo desconocido y lo conocido, lo insondable que se vuelve acción de un movimiento involuntario del cuerpo. El psiquismo es nuestro oikos. La casa. Donde hay baños, cuartos, cocina, comedor, camas, sofás, almohadas. Habito en el psiquismo al tiempo que habito en mi casa, que al tiempo habita en la casa del mundo.
Esa otra casa inmensa de la que somos parte está llena de inequidades. La imaginación también nos permite saber esta otra faceta de la enfermedad, la del mundo de afuera. Aunque el coronavirus nos haya irrumpido a todos, y haya cambiado nuestros hábitos –quizá pronto volvamos a estar igual de encerrados a como estuvimos algunas semanas atrás–, la muerte no ha sido democrática: Chul Han así lo dice: el impacto no ha sido el mismo –el padecimiento tampoco– para quienes vivimos en Chapinero o Cedritos, en Bogotá, de para quienes viven en Kennedy y han puesto sus trapos rojos en señal de hambre, y los han desalojado de sus casas. Las enfermedades también han sido diferenciadas. Aún la malaria, por ejemplo, representa para el Chocó –y otros departamentos en Colombia– un riesgo presente.
Si algo es revolucionario hoy –a pesar del dolor del cuerpo, de la situación más agobiante, del miedo y del hambre– es la imaginación. Después del confinamiento querrán hacer de la vida un medio para la tecnología. Aprovecharán las clases, los trabajos y las diversiones para volvernos apenas un escalón del proceso técnico. Naomi Klein ya lo identificó, una vez más, con la teoría del shock: el remezón de la vida para que el mercado se reinvente y encuentre otras formas de apoderar las ganancias. Para contrarrestarlo solo podremos imaginar y actuar conforme a las maneras de ser humanos. El cuerpo no como máquina imparable, no como esclavo de sí mismo –a la manera de Chul Han– sino el cuerpo como la casa para imaginar.
31 de mayo
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Julián Bernal Ospina
Un comentario en “La casa para imaginar”