Atlántico: la síntesis de la crisis

El Atlántico parece ser la síntesis de la crisis por el nuevo coronavirus en Colombia, y el viejo muelle de Puerto Colombia la síntesis de la vida.

El Atlántico es tan pequeño que ni llega al uno por ciento del territorio nacional. No representa más del diez por ciento de la población colombiana y, sin embargo, suma en total la mitad de fallecimientos por coronavirus en un día (según EL TIEMPO). Este departamento llega al primer puesto de muertes y al segundo de contagios (también refiere EL TIEMPO), y, como van las cosas, es la síntesis de la crisis en su lectura cultural, coercitiva y económica. A pesar de que un buen tramo de su extensión puede recorrerse en carro en una mañana de viaje, viendo cómo cambia la tierra y pasa del muelle en ruinas de Puerto Colombia a la serranía sorpresiva de Piojó, de la vegetación solitaria entre carreteras destapadas de Juaruco al trancón para llegar a Barranquilla por el norte. Un puñado de tierra que guarda entre su estrechez un misterio de la diversidad y, en buena medida, una comprensión de nuestros males.

Yo me asombré sobre todo con ese muelle de que hablo: la historia casi destruida del que fuera la puerta de entrada más importante en Colombia a finales del siglo XIX y a comienzos del XX. Ese logro de la ingeniería que significó ganar espacio al mar para que los barcos con su calado no encallaran y pudieran transportar fácilmente la mercancía lejos de la orilla sin utilizar botes auxiliares (como sí sucedía con los puertos anteriores de Sabanilla y Salgar). Con el liderazgo del ingeniero revolucionario y cubanoamericano Francisco Javier Cisneros (conocido también por desarrollar otros sistemas de transporte ferroviarios en Colombia), se puso a Barranquilla en el epicentro comercial de la región y del país, dadas también las dificultades de transporte por el río Magdalena de Cartagena y Santa Marta, según alude Milton Zambrano Pérez. Los migrantes y los productos ingresaron por allí a toda Colombia. Unos migrantes se quedaron. Sirios, libaneses y turcos, por ejemplo, que viven algunos hoy en los pueblos del caribe, y que llevan por apellido Char o por nombre Hassam.

Cuando fui con el proyecto Narrativas de paz en contextos educativos rurales. Voces de maestros y maestras, financiado por el entonces Colciencias, hace año y medio, me di cuenta de un pedazo del mundo a través de ese muelle. El muelle era un monumento del tiempo, una estatua olvidada que se iba desmoronando a pedazos entrando al mar. Para caminar por él había que atravesar una reja circundada por puestos de ventas ambulantes. Antes del primer bache del muelle –el sol, el sonido del mar, la claridad del aire próximo de la playa–, había un viejo pescador de camisa remangada. Detestaba que interrumpieran su paciencia y su silencio. No quería verse como otra atracción turística. Seguimos, pues íbamos en busca de un lugar para sentarnos un rato. Entonces comenzaron a llegar unos niños y, entre ellos, había uno que sostenía un gallo en las manos. Me detuve en él. El gallo era su objeto precioso, su consentido. Parecía uno de pelea, ataviado con los dones enérgicos y viriles del nacimiento. Nada en el mundo era más importante para el niño. No imaginé nunca esa relación tan natural pero tan inexistente para mí: un gallo tesoro junto al mar, el cuidado aquietado del niño hacia el gallo para después lanzarlo a la pelea. Cuando nos sentamos a contemplar el mundo, atravesó el puente un joven apurado que bajó al punto en el que una columna del muelle tocaba el mar, prendió un cacho de mariguana y accionó su revólver en el agua, silenciándolo.

Un pedazo de mundo en ese instante, es lo que digo. Si bien el muelle había ido deteriorándose desde mediados del siglo XX hasta ahora, este no había dejado de ser una condición para la vida.

Al pensar de nuevo en ese instante del mundo, lo relaciono con lo que vemos hoy en los medios: el joven que dispara en el agua hace alusión a esa resolución de la coerción: las autoridades del Atlántico han asegurado haber contado más de setescientas multas en un festivo, según EL TIEMPO, y a esa economía del precipicio, del abismo, la de las calles en que la vida se juega por el deseo o por el hambre; los vendedores ambulantes de la entrada del puente y el pescador procuraban, como hoy, tener algún sustento para su día a día: no pueden parar las ventas, pero los gobiernos departamentales, municipales y nacionales no logran resolver del todo, como no sea tangencialmente, su problema económico, y los llaman a «Quedarse en casa» cuando los peces están en el mar; el niño con su gallo en las manos es la representación de la cultura: aquella que nos hace mirar que el costeño baila champeta en los sepelios: el mundo del caribe es el mundo de la fiesta a la entrada de la casa.

Todo este es un panorama en un instante, apenas una procura de la comprensión.

Un muelle viejo y olvidado al mar que sin embargo es una condición para la vida. ¿Pero qué vida? La vida que sucede cuando se apaga la cámara, cuando el avión de los turistas se despide y cuando cierran la playa. Me quedo en esa imagen para pensar que esa cifra que ahora va retumbando en los espectros informativos de las noticias y de los medios es, cuando menos, tan preocupante como el muelle histórico en el olvido. No por los fantasmas de la gloria del pasado o ese relato de los próceres como si fuera nuestro menester mantener. (Ahora mismo se tumban en el mundo las estatuas varoniles por ese deseo enardecido de querer resignificar el pasado. El tiempo tumbó el muelle como previendo ese deseo). No. Se trata de la recuperación del sentido del presente: de lograr ver en ese concreto los significados del hoy. Es tan preocupante porque una parte de ese sentido de lo colectivo, ese extraño vínculo con el otro, está dado en una historia compartida que apenas estamos construyendo.

No está por demás recordar que ese muelle que ahora reconstruyen –y que ya han intentado reconstruir desde hace cincuenta años– es la metáfora de la historia colectiva de Colombia, construida en próceres marchitos, borrosos, que no unen sino que dividen el mar, que no sirven para comprender nuestro presente, tal y como han sido enseñados. Este presente nos dice: es escasa la cifra abundante de contagios y de muertes si no leemos con más tino: que en Barranquilla la población más pobre de barrios como Rebolo o Las Nieves es la que más sufre las consecuencias del virus y su propagación, así como en Bogotá Kennedy, Bosa, Suba, Ciudad Bolívar y San Cristóbal son las localidades más laceradas. Como en el Chocó, como en el Amazonas. Ese es el punto. Cuando llegue el coronavirus a lugares como Villa Lata, vereda de Piojó –que conocí por el proyecto que hago referencia–, sitio al que solo llega agua transportada en cisternas –cuando llega–, donde los niños de las escuelas van al baño a los matorrales, donde se hacen fiestas cuando llega la luz y donde la sequía abrasa como en un desierto, ese dicho de «Lávate las manos» será imposible: habrá que «salir de casa» –si la hay– ¡para buscar agua!

Cuando intento buscar explicaciones al crecimiento de contagiados en Barranquilla me encuentro con el baile: Barranquilla no deja de ser un carnaval. Pero esta explicación parece poca si no se lee esa diversidad de la estrechez de que hablaba al principio. Juan José Márquez, un médico internista para El Heraldo, habla de cómo se habían represado las pruebas, del desacato social y del hecho de que Barranquilla es líder en el caribe por su infraestructura de salud y su personal profesional. Otro médico internista, Juan Pablo Moreno, para el mismo diario, se refiere a la relación entre pobreza y coronavirus: “Estamos hablando de regiones con mayor densidad poblacional, afectadas por vulnerabilidades socioeconómicas, pobreza, desigualdad, necesidades básicas insatisfechas, sumado a un sistema de salud deficiente, la suma de todos estos factores es lo que ha llevado a mayores desenlaces y mayor letalidad”.

Fuera de eso, como me dice mi amiga psicóloga Andrea Daza, el problema es cultural: la no conexión entre el relato institucional y el de la sociedad –las personas no se toman las reglas tan en serio y creen que eso del virus no les sucederá–. Rondan cuentos como el del “Carrusel del covid”, según el cual algunos médicos cobran por hacer pasar a sus pacientes por enfermos del coronavirus. Todo esto ha incidido en ese relato del muelle en ruinas: nuestro presente pide ser resignificado, no sueltamente sino unido a diversos metarrelatos colectivos. Porque la cultural del yo primero no es solo del caribe. Todos lo vimos en el brote de egoísmo –el deseo contenido en dos meses y luego explotado en unos segundos de tarjeta de crédito– que fue el día sin IVA. Un egoísmo injustificado que seguramente nos llevará a volver peor de lo que estábamos, o a lo que es peor que la tragedia misma: no haber aprendido la lección ecológica y vital de esta pandemia.

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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