La vida en tapabocas

Crónica de unas horas con tapabocas: de la casa a la tienda y de la tienda a la casa

Quieres salir a la calle y al cerrar la puerta recuerdas que no te has puesto el tapabocas. Debes entonces quitarte de nuevo los zapatos o desinfectar las suelas para volver a entrar. Cuando ya estás en la calle te pica la cara y haces maromas para rascarte, no vaya ser que entre el virus por algún lado. Sigues caminando y sientes la respiración más agitada –o tal vez nunca te habías percatado de cómo se respira cuando tienes tapabocas–, las gafas se empañan y desempañan, se empañan y desempañan, las cintas elásticas te van apretando más y más las orejas, miras el mundo como si estuvieras en una novela. Ves a alguien pasar también con tapabocas y recuerdas que cuando todo comenzó pensabas que los que llevaban tapabocas eran unos paranoicos. Creíste que la novela estaba narrada en tercera persona –él, ella, ellos, ellas–, aunque ha estado narrándose en primera –yo, nosotros, nosotras–.

Quieres sonreír pero sabes que nadie te va a ver. A veces saludas y de todas maneras sonríes. Ves a los ciclistas y te preguntas cómo harán para respirar agitadamente con la nariz tapada. Tú tendrías que despejártela porque de lo contrario te ahogarías. Pruebas. Corres tres cuadras y los pulmones te dicen que pares. Es imposible. Hay que quitárselo para correr. Debes hacer la fila para entrar a una tienda y delante de ti hay una señora; detrás hay un señor. El señor habla por celular; la señora espera con su bolso entre las manos. El señor no para de hablar. Hay algo de la voz que se pierde, una nitidez que ya no existe. ¿Cómo lo oirá el otro? Reparas en el que habla sin que se dé cuenta y te percatas de que no tiene bien puesto el tapabocas. Entonces procuras mantener la distancia. El personaje que representas debe vivir un poco más.

En cuanto a la señora, pareciera tener miedo de estar ahí. Tiene todo el cuerpo recogido y apenas si se logra ver en ella algo de la cara. Piensas en esto que pasa ahora: que si la cara es la identidad, entonces la expresión pública de la identidad está omitida por ese pedazo rectangular de tela blanca o azul clara no tejida de prolipropileno y poliéster. Te figuras esa sensación de que el plástico nos quita la vida. Al lado pasa un joven ciclista que asegura la bicicleta y te mira. Tiene dos dientes de ratón dibujados en el tapabocas que parecieran parte de él. Sonríes y agradeces que tú también tengas uno para que no sepa que te burlas. Te pregunta con la mirada si esta es la fila para entrar al supermercado. Le haces una seña que sí. Los diálogos de esta novela son de miradas.

Ya es hora de entrar a la tienda. Te piden que muestres tu cédula. Es una muchacha agitada de pelo corto a la que le buscas los ojos y no lo consigues. Ella no parece de humor. La parafernalia de enfermera la hace ver huidiza y con el mundo encima. Agobiada cumple su función con movimientos maquinales, repetitivos, que tal vez haya hecho hoy cincuenta veces. Consigues los ojos y te hacen pensar que algo se mantiene: un sentido de vida solo con la mirada, lo demás oculto. Ideas esas fiestas europeas antiguas de antifaces con colores y bailes y vestidos y palacios, y concluyes que ese encubrimiento de la cara tiene algo de misterio, una invitación a desear ver el rostro completo. Quién será este, quién será esta. Cómo será la forma de la boca. Algo de misterioso, sí, algo de novelesco.

Procuras mantener la teatralidad, este espectáculo de la pandemia. Recibes la cédula y el antibacterial que te dan a la entrada. Embadurnas el plástico para asegurarte. Escoges los productos con certeza y desconfianza. Haces la fila poniendo los pies sobre las huellas en el piso. Cuando vas a pagar hablas y dices que con tarjeta, pero sientes que el otro no te oye. Sorpresivamente sí lo hace. Al recibirla junto con la factura sabes que todo lo dejaste en el bolsillo izquierdo y que vas a tener que desinfectarlos. Procuras no tocarlos más. Si los tocas tendrás la duda de que serás el desencadenante de la tragedia.

Al salir quisieras sentir el viento de lleno en la cara, quisieras también haber podido oler las frutas frescas. Pero sabes que está bien. Que todo esto es momentáneo. Piensas en quienes siempre han llevado el tapabocas, que es parte de su cotidianidad. Que lo usan en cirugías, en fábricas, en laboratorios. Nadie les ha preguntado si quisieran llevarlo o no: es su deber. Ahora también se convierte en el tuyo: es tu deber. Es una forma de estar unido a esta preocupación del cuidado, dices para ti, cuando contemplas que las filas van creciendo, que los carros pasan, que si antes las basuras estaban llenas de botellas y de comida del viernes, ahora hay más tapabocas tirados, más elementos de aseo. (Singular vida la del tapabocas: sin usar el más preciado; usado el más temido). Caminas y todo lo sientes extraño. No puede ser posible vivir esto que estás viviendo. No obstante lo es. Es posible. Pasa. Quieres quemar el libro y no puedes. Eres parte de esto como ninguna otra cosa en la historia. Eres narrador protagonista.

Has revisado tanto como has podido información sobre el autocuidado. Sin saberlo esto te ha hecho más consciente de lo que vives. Te observas cada tanto y te ríes de las veces en el día en que piensas que estás contagiado. Cómo será la vida ahora que pretende continuar: los niños de tapabocas al colegio en recuadros dibujados por las maestras, que a su vez tienen esos plásticos espaciales y los tapabocas con pequeñas cápsulas; los estadios, los conciertos, las tiendas, cómo serán, cómo se sentirá estar a tres puestos del otro, gritar a través de esa tela una voz apagada. Piensas que debe ser una especie de tortura tener que llevar puesto un tapabocas en un avión durante siete horas. ¿Qué tipo de género es este? Te preguntas. Te respondes: ciencia ficción inesperada de la realidad.

Ya vas a llegar de nuevo a tu casa. Te culpas porque no llevaste bolsa y tuviste que pedir una plástica. De todas maneras podrás ponerla en el basurero del baño. Llegas y abres la puerta. Te quitas los zapatos y los desinfectas. Sacas con cuidado la factura y los billetes del bolsillo izquierdo y los dejas untados de alcohol a la entrada. No dejas que el gato salga de la casa. Corres a lavar el tapabocas y lo extiendes. Sientes que es una victoria que ahora no lo tengas. Te mereces sentir el agua fresca por la cara. Miras el tapabocas colgado. Reflexionas. Extraño nombre el del tapabocas. Solo es una boca la que tapa, y también tapa la nariz. Pero se le llama tapabocas. Debe ser porque al comienzo, cuando recién lo concibieron, solo tapaba la boca. Tal vez por eso en otros países también lo han llamado barbijo, mascarilla y mascarilla de cara para incluir la nariz. Quién sabe. Ahí lo dejas y lo ves: cuántos años para llegar a él, cuántas guerras y enfermedades, cuántas pandemias y catástrofes para que ahora cuelgue en tu casa como un objeto más, como una camiseta, como un pantalón, y tenga dibujitos como también los tienen las medias o los calzoncillos.

Que tengas donde colgar el tapabocas, que puedas pensar en cómo cae el agua: eso lo agradeces. Porque recuerdas los tapabocas a los que estamos acostumbrados: esas pañoletas de la guerra. Ahora casi no se habla de ellas, pero siguen, rebrotan, se ramifican y vuelven a tapar otras caras de niños, violentas a enfundar el miedo de la boca, irrestrictas a volver un cuerpo igual de negro a otros que son diferentes. Otros tapabocas son desechos, bolsas de plástico en jirones, o invisibles formas de la inequidad. Desinfectas lo que compraste y concluyes que este tapabocas representa el mal menor que ahora se vive. El mal menor. Agradeces de nuevo y vez cómo el agua va terminando de irse por el lavaplatos. Mañana tal vez vuelvas a vivir el mismo capítulo infinito.

5 de julio

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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