Los ventiladores respiran por ti

Nunca preguntes por quién respiran los ventiladores; respiran por ti

Hay momentos en que quisiéramos tomar el alma, sacudirla un poco, lavarla y extenderla en una cuerda al sol, y ver cómo poco a poco se va secando, mientras la luz pasa a través de ella y le da otra vida, una oportunidad más para existir. Siempre hay momentos en que es necesario hacerlo; a veces son diarios –como si a cada hora tuviéramos que encontrar descanso–, otras veces cada semana –como si nos aprestáramos a vivir otra más, y una más, y una más–, y otras veces cada mes, cada año, mientras vemos cómo va resurgiendo de la tierra el impulso natural de vivir. Hay momentos en que solo debemos ver cómo el alma se seca al viento.

El viento es la respiración del mundo. Un don infinito que nos ha legado la tierra y que, como el agua, como las plantas, conserva su propio ciclo, un ritmo torrencial o la suavidad de una caricia. La imposibilidad de respirar el aire es la tortura: el cuerpo va perdiendo la propiedad del movimiento, va cediendo hacia el otro impulso natural: el de la quietud, el de la muerte. La enfermedad de COVID-19 es esa imposibilidad: no llega a los pulmones el suficiente aire, ya sea por inflamación o por hipercoagulación, y el cuerpo lucha por mantener el mismo ciclo al que ha estado acostumbrado. En ese estado no es posible detenerse a ver secar el alma al viento.

No es posible. Solo resistir en pocos instantes, buscando aprovechar las ráfagas de aire. En ese sentido los respiradores artificiales –los ventiladores– evocan una paradoja: artificialmente se crea lo que naturalmente surge por la existencia: un tubo alargado se introduce por la garganta para ayudar a respirar al paciente –al que le cuesta mucho más la respiración por la inflamación–, y así empuja el oxígeno –más del que usualmente se respira– hasta la proximidad de los pulmones. “Entubado”, como decimos siempre que vemos a alguien en esas condiciones, el enfermo que lo requiera tiene unos momentos más de vida para que surta efecto el tratamiento del especialista, quien se ha formado durante años para saber qué requiere el paciente –todo puede cambiar de la noche a la mañana, por lo que este debe estar capacitado para saber responder–.

Cuentan la historia que, durante la pandemia de la polio, los cuidadores debían manualmente ayudar a respirar a los pacientes. Si durante una noche los enfermeros se quedaban unos minutos dormidos podían encontrarse con la aterradora imagen de su paciente muerto. Ahora la sofisticación de los respiradores –o como los llamamos en Colombia: los ventiladores– hace que este proceso esté digitalizado, y que se pueda adaptar a cada circunstancia y necesidad. El especialista ahora debe conocer cómo funciona ese aparato y, al mismo tiempo, saber interpretar los signos del cuerpo de su paciente. Hoy, como todo profesional, las habilidades pasan de la interpretación del mundo en convergencia con la interpretación de los aparatos que simplifican la cotidianidad de la vida.

Como en una Torre de Babel contemporánea, las empresas que venden los ventiladores deben generar softwares capaces de enfrentarse a las diversos lenguajes de los diversos territorios mundiales. Toda una política pública para oponerse a los contagios masivos y a las altas tasas de letalidad puede frenarse por la incapacidad de traducir esos lenguajes –tal y como sucedió en Bogotá–. La ciencia no termina con la producción de aparatos. Hace falta la acción de lo humano, su puesta en funcionamiento, el saber de las cosas que trasciende los cables y los botones, las pantallas y los enchufes, las programaciones y las luces artificiales.

Esta, sin embargo, es apenas una etapa del proceso: la de la reacción. Es todo un andamiaje para enfrentar los síntomas de la enfermedad, por lo que hoy en día todos los países demandan más y más aparatos –tienen acceso a ellos quienes tienen más poder de relaciones, adquisitivo y de conocimiento–, y por lo que se buscan construir unidades de cuidados intensivos para enfrentar el crecimiento de contagios y de casos graves. Pero no es suficiente. Además, todo el sistema volcado hacia esa respuesta va dejando en el rezago a las demás enfermedades: las familias, encerradas, se enfrentan a la disyuntivas de ir o no a la clínica, y la lista de espera de la gente para ser atendida va creciendo, y se va llamando a lista por WhatsApp, mientras se deben llenar y llenar trámites para el acceso a un tratamiento.

Lo más crítico para países que no tienen la posibilidad de hacer millones de pruebas como Estados Unidos es que, para enfrentar la enfermedad, se requiere la prevención del contagio, y esta implica, necesariamente, un aporte de la sociedad civil. Es decir, la corresponsabilidad está en las manos también de las personas de a pie, conscientes y críticas. Lejos estamos de esto: no por el hecho de que somos unos indómitos y subnormales –el mismo argumento clasista de siempre: los pobres son los culpables–. No. Es porque somos cortos de miras, escasos de ética: nuestra ética solo nos toca si nos implica a nuestra familia. Nos cuesta pensar más allá de las paredes. Reconocer la alegría o el dolor de quienes no tienen nada que ver con nosotros.

Nuestra salvación no es el egoísmo. El que nos ha llevado a las puertas del abismo. Las economías han estado construidas bajo ese precepto, que es, otra vez, el de me salvo yo. Los respiradores y ventiladores como respuesta son parte de la solución: la parte reactiva. No son la única. Ampliar, como se conoce en la filosofía moral y política, el círculo ético va más allá de garantizar los ventiladores, los tapabocas y el papel higiénico. ¿Qué es lo necesario ahora que el pico llega a nosotros? Desaprender y volver a desaprender, garantizar –como se hace en Bogotá– el mínimo vital universal, reconocer que la postura de humanidad no es un asunto de la moral religiosa –solo por caridad soy bueno– sino un asunto de dignidad: aquel poema de John Donne, citado por Hemingway en su famosa novela Por quién doblan las campanas, que dice así:

«¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?

¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?

¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?

¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,

como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,

porque me encuentro unido a toda la humanidad;

por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».

Cuando estés con el alma extendida, secándola al sol, no preguntes, entonces, por quién respiran los ventiladores: aunque no sientas la angustia de la ausencia de oxígeno; respiran por ti.

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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