Hoy la bandera ondea al aire virulento. Ayer vi a un señor, al frente de donde vivo, con cautela levantar la bandera y detenerse para verla. Parecía un acto de patriotismo: una especie de resistencia ante la realidad que desborda nuestro pesimismo. Patriotismo involuntario porque para mí Colombia ha sido el país que me fue dado, y me he sentido esquivo ante esa simbología, y la he asociado con una ideología, y he querido, más bien, apartarme. Ahora, al ver al viejo, un domingo por la tarde, con el tapabocas puesto quitarle las telarañas a la bandera, y después de izarla sentirse al verla orgullo de ella, algo me conmovió. Se movió en mí una sensación similar a la que deben sentir quienes viven una guerra sangrienta, al amparo de las bombas y de la metralleta.
Porque incluso eso no lo he vivido: la guerra colombiana me ha sido ajena, apenas tangencial: no porque no haya conocido la dimensión del conflicto armado, sino que siempre he estado protegido. Me he sentido, ahora, más próximo a la catástrofe. Impotente. Siento miedo de que tal vez nos acerquemos al culmen de la tragedia y que no seamos del todo conscientes, como tal vez no lo hemos sido antes con la crisis ecológica, con la crisis social y política, con las crisis internas. Dolor de patria, y al tiempo una esperanza del cambio. Una bandera. Un himno. Decenas de aviones crearán estelas de colores en el cielo. Marcharán los soldados. Sonarán trompetas y tambores. El presidente dirá un discurso. Los alcaldes y gobernadores arengarán. Pero el mayor acto para conmemorar la independencia será el de querer vivir, y el de querer amar a pesar de las circunstancias.
Actos patrióticos de la cotidianidad. Una sensación de retorno a la patria: reconocer en ella una ilusión que deslumbre algo de optimismo el presente y el futuro. Como una oración para sabernos conscientes. Las respuestas a las preguntas de qué nos queda. No quedará mucho más que esas respuestas, a pesar de que sabemos que no serán suficientes, y que estamos destinados a vivir cada vez más cerca las consecuencias. Al principio para algunos fue un juego; para otros, un momento de transformación; para otros más, una cruda crisis. Parece, conforme pasa el tiempo, que todos estamos destinados a sentir la cercanía del golpe.
Hay una independencia invisible que pareciera abrirse paso entre los años, y requerir un relato renovado. ¿Cuál es, entonces, esa narración indispensable ahora? Ya no hay floreros de Llorentes sino gritos silenciosos. Gritos cercanos que se preguntan cómo relatan una patria que se ha quedado coja. ¿De qué manera la tela de la bandera nos sirve también como tapabocas? Porque si para algo ha de ser una patria erguida al viento debiera ser para crear esperanza, para retomarla entre las manos y arroparse en ella. Las simbologías muertas son una ilusión. Un espejismo de lugares comunes que han dividido al país año tras año.
Pareciera ser necesaria otra mirada, más cercana, de esa bandera, y recordar en ella desde los médicos y cuidadores que luchan por mantener condiciones dignas de salud para todos los colombianos –y que son capaces de dejar a un lado sus privilegios, incluso el contacto con su familia–, los trabajadores informales que no pueden parar porque del trabajo en la calle depende su sustento diario, los profesores que deben hacer de tripas corazón y resistir meses más frente a las pantallas sin poder ejercer su profesión en el aula física, los desplazados y víctimas de un conflicto armado que se empecina en no detenerse, los campesinos que han visto pérdidas continuas por la falta de ventas y que han tenido que triplicar su jornada, incluso los venezolanos que siguen entre las fronteras de los departamentos o que piden volver a su país –si hay un amor a la bandera colombiana este amor debiera disponer un corazón abierto ante este desarraigo–. Cada profesión, cada labor, cada lucha, cada dolor tiene un lugar de resistencia. El verdadero reconocimiento empieza sabiendo que –aunque es posible decir que unas son más vitales que otras– cada lucha representa un lugar, y compararlas –como se comparan dolores y tristezas para decir quién tiene la posibilidad del discurso– suele ser un acto de egoísmo.
Las guerras antes habían sido un lugar de profundo orgullo nacional. Generales, coroneles y tenientes han sido recordados con dignidad por haber luchado en el campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial para defender a los aliados, por haber combatido por las independencias latinoamericanas con Bolívar y O’Higgins, y así, con vocación temeraria se les había asignado un lugar especial en los altares. Ahora el tiempo de esas guerras parece ser otro. El orgullo patrio no está volcado en los bandos sino en cada ciudadano que se resiste, cada día como si fuera el último, a experimentar la vida. En parte porque las guerras han cambiado de medios (cada vez menos físicos y cada vez más digitalizados al punto de que un ataque cibernético podría causar un impacto gigantesco), y en parte también porque lo político –y con ello la guerra– se ha diseminado, vuelto acción de redes sociales, con un desdibujamiento, a la par, de las instituciones políticas tradicionales, como el congreso o la presidencia. Lejos de ese orgullo patrio militar, las banderas se alzan en los balcones.
Es así que este día me evoca eso que llaman dolor de patria. Asidos a alguna esperanza, la bandera seguirá hondeando, mientras evocamos las condiciones fragmentarias de esta existencia. Hay que tomarse con la seriedad de la vida cada acto, como si todo el mundo dependiera de ello. No hay otra opción. Cada vez más implicados a comprender el mundo en el que somos: que un acto puede causar la muerte, un acto puede conservar la vida. El mayor gesto patriótico es ese: estar a la altura de las circunstancias, no solo al saber que esto significa un llamado para quedarse en la casa y lavarse las manos, sino la voluntad del cambio de lo que seguirá en la vida. Porque la mayor esperanza –muy a nuestro pesar, muy en nuestra contra– no es que podamos volver a viajar, volver al bar, volver a caminar; es que podamos saber que seguimos vivos, y que los nuestros siguen ahí, y que podremos abrazarlos y compartir con ellos un domingo por la tarde, tomando tinto y viendo pasar el día entre historias.
Contactar
Julián Bernal Ospina