La niebla de Manizales

Un homenaje a la niebla de Manizales

Si yo tuviera que extrañar algo de Manizales, sin contar mi gente y mis cosas, sería la niebla. Me inspira ciertas dosis de viciosa nostalgia. Cualquiera podría decir que no tiene importancia. Al fin y al cabo es algo más que sucede: una lluvia condensada, una nube que quiso bajar a la tierra para sentirse menos divina. Y es verdad. Una indagación escasa en Internet acota el fenómeno en la imposibilidad de vislumbrar objetos a una distancia determinada. Pero debe haber algo más que esa descripción de la ciencia. Algo más que haga que la extrañe, y que ese frío no me haga daño, y que me sienta nombrando la palabra “casa” cuando veo las cosas borrosas a través de la ventana.

Si pudiera –y estoy seguro de que cualquier persona que haya estado aquí también lo haría– tomaría una caja de vidrio y metería en ella cinco segundos de niebla hasta que se llenara completamente, y la llevaría conmigo cuando sintiera la necesidad corporal de respirar ese aire de feliz nostalgia. La guardaría para que me durara por lo menos un mes, tasándola entre respiros, asombrado por la extrañeza de las espirales en movimiento. Me preguntaría cuáles habrán sido los ritos del comienzo de la humanidad: si los de antes se preguntaban que la niebla es la condensación de las almas de todos los ancestros.

Pero no lo puedo hacer. Apenas si puedo contentarme con el recuerdo de cómo las cosas van desapareciendo, como en una ceguera momentánea, y van adquiriendo un ánimo de sueño real. Mientras eso pasa, y el frío toca a través de la ropa cada centímetro de la piel, pienso en las historias que en ese minuto se detienen en espera de que la niebla se trague al mundo. Una mujer sopesa la decisión que cambiará para siempre su vida, y quiere quedarse un instante más en las millones de gotas que pasan en torno de ella, fragmentarse en millones de lágrimas diminutas, a pesar de que sabe que pronto deberá volver, abrir la puerta, y decirle a ese hombre “No”.

Esas ilusiones las inspira esta niebla. Solo pienso que así ha ido, de año en año, recopilando tristezas, propiciando besos furtivos, separando los cuerpos de las realidades más allá de dos metros. Como también lo hace en las mañanas de árboles frondosos de Montería, y adormece allí la vida unos minutos más, antes de que el calor arrase con todo despojo de río condensado. Entre la nostalgia y el amor, la niebla es un signo más del cielo en la tierra, la conexión con otro mundo. Aquí se oye mucho la comparación de “Manizales así se parece a Londres”, pero los observadores tal vez no se han percatado de que cualquier niebla es la madre de todo territorio, y sería el Támesis el que añoraría reflejarla envolviendo el café.

Aunque la niebla escurridiza sabe desenvolverse en cualquier esquina, tanto en árbol como en farol, aquí se confunde con la pólvora quemada en el estadio, es inspiradora de las ensoñaciones de Chipre, arropadora de las amanecidas. Es nuestra brisa en el mar Caribe, nuestra lluvia indómita del Chocó, nuestro viento cálido del llano. Este es un homenaje a ella, como ese mensaje que Hermes aún nos trae de los dioses, y que inhalamos buscando alguna guía de Atenea para atravesar el cafetal del mundo. Procuro, entonces, que estas letras sean esa caja de vidrio en la que pueda atraparla, antes de que desaparezca para siempre con su rastro de viciosa nostalgia.

17 de octubre

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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