Un escrito sobre La peste de Atenas
Hace unos días leí La peste de Atenas con sorpresa, en una traducción de Juan José Torres Esbarranch. La abrí en un libro de reportajes compilados por Martín y Borja Riquer, que encontré sin buscarlo, sabio e inabarcable, como un amigo erudito que saluda, sin esperarlo, a la vuelta de la esquina. Lo tuve en mi nochero algunos días hasta que, antes de dormirme, lo leí, y me pareció como si hubiera entrado en un extraño sueño, un deja vu que ya había sucedido hacía más de 2.400 años, solo que no había sido soñado por mí sino por toda la humanidad, o por una parte de ella. Un déjà vu colectivo, en suma.
Me pareció ver ante mí las discusiones por el origen de esa peste en Atenas. Algunos juraban con ojos rojos y saliva a borbotones que los peleponesios habían envenenado los pozos de la población del Pireo; y recordé también el juzgamiento fácil de Trump, quien dice que este es un virus chino que ha sido propagado por culpa de ese país. Después vi los dramas humanos que suscitó ese padecimiento colectivo. Los médicos no podían hacer nada por el desconocimiento de esa extraña enfermedad que cubría los ojos de sangre, agitaba el pecho y la faringe, producía vómito y diarrea, y cubría la piel de ampollas y úlceras; resonó entonces en mí el dolor contemporáneo de los cuidadores muertos por el contagio.
Vi que los refugiados y migrantes de ese tiempo resultaron ser los más afectados, pues no tenían casa y armaban choza en cualquier parte; los vi arrastrarse, entre cuerpos moribundos, buscando agua para saciar su sed, que, por más que intentaban, no lograban apaciguar; y vi también los cuerpos lanzados en piras ajenas, los santuarios como cementerios, la inmediatez como norma y como deseo –aquella que no se preocupa por el otro ni sus circunstancias–. Entonces los conecté con las imágenes de ahora: en Colombia 9 de cada 10 fallecidos por este nuevo virus son de estratos 1, 2 y 3; los rituales como despedidas de este mundo son remplazados por la asepsia del contagio; las reflexiones profundas que debería suscitarse son en cambio reacciones de la supervivencia, instintos del egoísmo.
Ese sueño real de la vigilia me quiso llevar a decir que somos iguales, que no hemos avanzado nada. Pero esa afirmación me pareció obvia. Después volví a leer, y encontré, o pensé encontrar, la clave: ese verso de los antiguos que Tucídides citó así: “Vendrá una guerra doria y con ella una peste”. El historiador hacía referencia a las discusiones de que aquel adagio hacía referencia bien a la peste (loimós) o bien al hambre (limós), y que “la gente, en efecto, acomodaba su memoria al azote que padecía”. Esa memoria también se acomodaba a los oráculos: hubo uno que les dijo a los lacedemonios (los espartanos, enemigos de Atenas en el Peleponeso) que, “si hacían la guerra con toda sus fuerzas, la victoria sería suya”.
De manera que –ahora lo medito frente a esta pantalla misteriosa– la memoria selectiva encuentra en los relatos trascendentes una explicación. En nuestro caso, esa memoria de los antiguos se va en likes por el inodoro de la red. Las explicaciones están en la elección del prejuicio espejo, que se cambia según la necesidad de interpretación. Como no exista una consciencia colectiva de lo que sucede –la crisis ecológico, social y económica– la memoria seguirá hallando las explicaciones más convenientes, y podrán pasar veinte guerras del Peleponeso de veinte años cada una, y veinte epidemias más de fiebre tifoidea o de Covid-19, y tendremos que decir la obviedad de que todo sigue igual.
25 de octubre
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Julián Bernal Ospina