Esta es una reseña sobre Los papeles de Aspern de Henry James
Me pareció encontrarme con una novela que ya había empezado cuando la empecé a leer, y que no terminó cuando terminé su lectura. Tuve que acostumbrarme a un mundo ya iniciado, y la página final se me hizo como la terminación de un capítulo, de suerte que el narrador –un crítico literario cuyo nombre el lector no conoce nunca– debe aún estar escribiendo el libro, y Tita debe continuar llorando su soledad, preguntándose si quemará o no las cartas, aunque ya haya dicho que las quemó. Y el fantasma de Juliana debe seguir acechando el viejo palacio veneciano y sus jardines, con el aura de aspereza y odio por el mundo, de nostalgia del pasado que solo quiere dejar para ella y su tumba. Debe cultivar la venganza con el dolor de las heridas no sanadas, y quizá buscará metérsele a los sueños a Tita para que, de una vez por todas, queme hasta la última línea de los papeles.
Se trata de una mujer centenaria, Juliana Bordereau, amada en su juventud por el poeta Jeffrey Aspern (inventado por Henry James). Ella tiene una sobrina, Tita Bordereau, que ha vivido toda su vida encerrada bajo su imperio, y juntas viven en un palazzo veneciano echado a perder, con jardines descuidados, tristeza y misterio en cada rincón polvoriento. Ambas son los cancerberos de los manuscritos que Aspern le dejó a Juliana. Viven para su custodia. Sin embargo, un crítico literario –el narrador, un estadounidense adaptado a la cultura europea como ellas– viaja en busca de estos papeles y, con la complicidad de su amigo, John Cumnor, y de su amiga, la señora Prest, se hará pasar por un encantador inquilino, para al final ser él el sorprendido.
Es la historia que hay que rescatar de las cosas: no es la epopeya, la gran tragedia, sino solo un atisbo de humanidad, lo suficiente para mostrar los rostros psicológicos, sus perfiles, los nombres más allá de los nombres de esta nouvelle realista de finales del siglo XIX. La reflexión continua de las situaciones cotidianas define que no se trata de grandes villanos, ni tampoco grandes héroes: a duras penas extractos de humanidades puestos en juego.
Son rostros que se van haciendo entre el misterio soterrado –esa forma de cavilar del lenguaje, esa dubitación constante–, y el ir y venir de frases hacia el futuro y desde el pasado. La anciana Juliana Bordereau no solo contiene el misterio de los papeles escondidos; también aquello que podría emerger al abrirlos de nuevo, sus años de juventud, los amores prohibidos, las historias no contadas. Los ojos se descubren después de mucho trecho; el cuerpo encorvado, la piel de arrugas. La vieja tiene la típica actitud manipuladora de quien no quiere que la dejen sola, y de alguna manera la sobrina le ha permitido que esto suceda así. Da hasta cierto punto, recibe lo necesario. Todo bajo su control. La mente brillante que parece no oír, pero que lo comprende absolutamente todo. La frase certera para infligir la rabia necesaria. Todo esto es Juliana.
Y, sin quererlo, nos encontramos con el hecho de que esta mujer anciana tiene ciento cincuenta años, como el único dato que es suministrado con fantasía, y al que se llega sin dudar: se cree y se sabe y se está seguro de que la vieja debe tener esos años: parece obvio.
Detrás del rostro de Tita Bordereau hay tantas emociones reprimidas que solo el silencio es capaz de mostrarlas. Más vieja que joven, mirada de telarañas; flaca, entristecida. La clave no es verla como víctima –porque tendríamos que quedarnos con el relato lastimero de su propia existencia, la comodidad de verse al espejo y de ver solo tristeza– sino a un ser humano que debe aprender –como todos– a vivir el mundo. Detrás de aquella mujer misteriosa existe una vida reprimida. Temerosa, ilusa, inocente, dócil, maleable. La muerte de su tía será el comienzo de otra vida, aunque también tenga que hacerla desaparecer de su mente. El inquilino intruso –y su dinero– será su oportunidad para vivir de manera diferente.
También hay una falta de carácter en la voz que narra: una extravagancia deificadora, que revela un vaciamiento, el hecho de tener que llenar esa ausencia en la búsqueda de un numen. Cuando la admiración se convierta en una enfermedad, cuando la vida actual se traslada a la vida vivida de otros. ¿Un ser humano es capaz de atrapar todo el universo? Para este crítico sí. ¿O tal vez sea la necesidad de esgrimir en alguien el potencial de atrapar todas las cosas, esto con el fin de que se pueda vivir con un ideal? También.
Este hombre no se describe porque tiene el rostro de cada lector.
Los tres comprenden la cultura vaciada gringa por la experiencia europea. El pasar de los años hace que la identidad se diluya y ya no sea posible determinar con certeza cuál es la tradición que los abraza. Es decir, no vamos detrás de una cultura con sus símbolos y formas, sino detrás de quienes se han imbuido en otra. Esta es tal vez la condición de todo el que se decide a emprender una vida fuera de lo conocido, en mundos y países extraños. Mas se trata de seres humanos que no solo se han desprendido, sino que llenan algo de su existencia con los signos europeos y, en muchos sentidos, de grietas de experiencias humanas profundas, no de alegrías insoslayables.
Ahora bien, ¿la anciana Juliana tiene el derecho de no revelar el contenido de los papeles, incluso si tienen un conocimiento muy importante para la humanidad, como lo es el de un supuesto poeta universal? La respuesta estaría dada en la medida en que esos papeles se destinen no solo para el lucro o para el morbo, sino y sobre todo para la ampliación del mundo de los seres humanos. No es claro si el crítico los quiere más que para su propia vanagloria febril.
Sigue la historia y ya hay un engaño del engaño. El timador timado. El lector empieza a sospechar cuando las Bordereau aceptan la manera de comportarse de aquel sujeto que alardea ser una persona de fiar, pero con tanta fanfarria solo se atisba como un malabarista sonriente que deja caer las espadas en la piel. Tal vez sea esa prosa que conserva siempre un misterio, como si esperáramos que algo suceda, y que solo al final –casi imperceptiblemente– sucede. Y cuando sucede, todo de repente tiene una explicación, cada palabra iba destinada a ese fin en el que Juliana se desmaya, después de ver al crítico –cada uno de los lectores– meterse a su cuarto y buscar los papeles –aunque diga que no quiere, aunque repita para sí que no tomará nada–.
El no nombramiento del personaje narrador le da a la novela un aspecto epistolar, como si en esas palabras, de alguna manera, cupiera el lector. O mejor: como si el lector fuera el que hubiera escrito la historia: el testimonio de una vida que es menester examinar. Por tanto, en cuanto a mí, pasaron reflexivamente las veces en que he construido ardides –consciente o inconscientemente– para conseguir fines, sin importar el corazón de quien está por delante. En el caso de la novela, es sabido que el crítico nunca fue explícito sobre una intención de matrimonio con Tita Bordereau, pero él sabía que se estaba arriesgando, y que estaba construyendo una relación falsa que no iba a poder sostener. Las flores, las extravagancias, todo esto estaba relacionado con su fin último de conseguir los papeles. Nunca existió una pregunta en él de si tal vez con esa acción lastimaría a otros.
Algo sin embargo nos lleva a desear que encuentre los papeles y que se los lleve de una vez por todas. Que haga el mal que quería hacer. También el lector quiere saber qué hay en esos papeles. Pero no. Los papeles no fueron revelados. Ni siquiera el inicio de un amor era el puerto de esta historia, porque la huida del rostro suplicante de Tita hizo que nada empezara de una vez, y que todo comenzara a terminar.
El fin de esta historia era revelar estos rostros misteriosos, con la excusa de los papeles de Aspern.
En esta nouvelle sin villanos el lector llega a la humanidad de los personajes por la pura elucubración de la voz narrativa, no tanto por la decisión racional de esta de hallar los perfiles psicológicos. Paradójicamente, solo a través de esa voz –la del crítico– podemos ir a la humanidad de los personajes.
Esa tal vez sea el punto. La única forma de llegar a ellos fue a través de la duda de quien no se nombra. Un yo que no se nombra pero que no se esconde. ¿Qué clase de juego es ese? Sospecho suspirando que se trata de uno que usa el escritor para que todos quepamos ahí. Dirán que se trata de una estrategia usual, empleada en no sé cuántos casos, y en tales tradiciones. Está bien: sea. No es tal vez la única manera de hacerlo: toda escritura es esa traslación hacia el otro, en su igualdad y en su diferencia. Solo que esta vez es distinto: sin quererlo y sin saberlo nosotros –los lectores– también escribimos esta historia.
16 de noviembre
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Julián Bernal Ospina