Reseña de La casa grande de Cepeda Samudio
A veces las palabras son imposibles. No pueden representar la nostalgia de un domingo por la tarde, cuando el sol comienza a desparramar su última luz sobre los techos, y las sombras comienzan a jugar con las paredes y las calles, y ciertos destellos en ciertas ventanas avisan la conquista de un reflejo que sin querer llega al ojo que mira. Luz oro, reflejo mundo, sombras juego. Aun así, las palabras son apenas una mentira elegida, deliberada por la angustia de querer decir un sentimiento que atraviesa el espíritu, o también una catarsis, y que en ese ejercicio toda la vida interna se libere, y de alguna manera se cree algo, determinada elucubración, grito de los días.
Las palabras, acervo de la cultura viva, aunque limitadas, crean mundos: la lectura después de un cuento no es la citación de palabras en su paquete sino el recuerdo de imágenes vivas en la cabeza: ahora mismo recuerdo el tránsito de los soldados al bajarse de un buque y caminar por el lodo condensado, con el hambre de los días sin comer, y solo con la expectativa de un café tibio que aminore el roto en el estómago, o un tabaco viejo para sedar la angustia del ayuno. Luego los machetes contra los rifles, la espera del tren, la emboscada, la ira sin querer al disparar, el dolor y la sangre, el miedo, un pueblo muerto que revive con la muerte, una casa hecha para vivir la tragedia, la casa grande.
Son imágenes que me quedan después de leer a Cepeda Samudio en La casa grande. Una novela, en todo sentido, como un recuerdo, también como un sueño, o como el recuerdo de un sueño. Ya lo decía García Márquez: “Los diálogos magistrales, la riqueza viril y directa del lenguaje, la compasión legítima frente al destino de los personajes, la estructura fragmentada y un poco dispersa que tanto se parece a la de los recuerdos”. Hay, cuando uno la toma y la mira contra el sol, no una novela comprometida con la izquierda por la denuncia de la masacre de las bananeras, sino una novela comprometida con la tragedia humana, con su drama sin importar machete o rifle.
Además de las críticas hacia la industrialización, el discurso político dominante y la estructura formal del canon de las novelas de la época, esta, en particular, es una construcción sobre situaciones que jamás hubiéramos adivinado: los conflictos familiares de un padre fulminante, los dilemas morales de ciertos soldados al tener en sus manos el rifle después del disparo, la espera de una mujer desnuda en la soledad de un cuarto. El miedo. La desesperanza al comenzar. Un pueblo que ya no mira el mar. En palabras de Cepeda Samudio: “El pueblo termina frente al mar: un mar desapacible y sucio al que no mira nadie. Sin embargo, el pueblo termina frente al mar”.
Mi lectura coincidió con la muerte por accidente del compositor Romualdo Brito. Puse canciones de él mientras leía la novela, y en esa lectura había una coincidencia gris, bella y viva: una nostalgia de olas frente a la playa: las mismas olas del pelo enloquecido de Cepeda Samudio, y la brisa que mueve el pelo, y la hora perfecta en que muere la tarde. Una nostalgia de olas, sí, y pienso que dejar de mirar el mar es dejar de vivir, porque de ese mar proviene la nostalgia, y la nostalgia es la vida. Entonces esta novela –como este sol que alumbra de soslayo– es este mar de las montañas que miro, y, aunque sé que las palabras son limitadas, por lo menos son el acceso a la experiencia de esta luz que se opaca.
22 de noviembre
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Julián Bernal Ospina