Reseña del libro Verde tierra calcinada de Juan Miguel Álvarez, con la fotografía de Federico Ríos.
Primero, un agradecimiento. Leer este libro significa aprender del oficio periodístico con una voz que pretende ser fiel a sí misma plasmando la emocionalidad, reflexionando sobre ella. Los dilemas éticos de los relatos que abren heridas, la alegría de ver alguna esperanza en las historias de la muerte, la frustración también de no ver ninguna y de encontrarse irremediablemente con la angustia de saber que todo seguirá igual. El periodista perfecto no existe aquí: se trata más bien de uno equívoco y brumoso que a pesar de eso avanza invariablemente agudo. Todos los desaciertos se justifican en la medida en que el oficio en las regiones solo es posible si se cree en la contribución de esta escritura para la democracia, la paz y el Estado de Derecho.
Un agradecimiento porque aprendí lo que significa esa experiencia en campo al contacto de la voz quebrada. Es una clase de periodismo de derechos humanos que cualquiera que quisiera aproximarse a la guerra colombiana y su complejidad podría hacerlo a través de estas letras. A su paso reconocerá las enfermedades de un citadino, la vergüenza de una pregunta que abre heridas, los traspiés de un discurso que frustra en el alma, la reflexión incisiva. Si ha de haber paz, esta también debe empezar por contar qué sucede cuando se procura comprender los hechos.
Se me hace indispensable señalar, por lo menos someramente, algunas ideas que surgen de estas crónicas escritas en primera persona. Primero, la guerra y los relieves y llanuras de la tierra han estado vinculadas indisolublemente. No es posible pensar la primera sin atreverse a indagar sobre los territorios y sus condiciones específicas. Así lo decía el autor: “para interpretar con más acierto la guerra colombiana hay que entender el alma del territorio y la complejidad de la topografía. Y al menos en esta esquina ondulada, sentí que había engranado varias de las piezas”.
Segundo, la guerra es el resultado de niñeces y juventudes obligadas y engañadas a vengarse o a cumplir los designios de enfilarse en los bandos armados. Como le decía Esteban, mientras sostenía la fotografía de un grupo paramilitar: “Los paramilitares fueron unos muchachos que estaban en una guerra en la que no debían estar, una guerra que nunca debimos hacer. Si uno les tomó cariño fue porque eran seres humanos, colombianos como nosotros, pero que les tocó crecer en otras condiciones. Yo siempre me decía: ‘Hoy son ellos, pero mañana pueden ser los hijos míos o los hijos del vecino’”.
Tercero, la guerra es el encuentro desafortunado en el que el pueblo raso ha pagado más las vidas y el dolor. Su posible término no empieza por las fórmulas del perdón y reconciliación superficiales y vanas, que lo ven como una acción obligatoria de un proceso maquinal. Empieza por intentar reconocer el dolor, aunque sea imposible. Como le decía Nelly, sobre la comprensión de los ciudadanos de su dolor: “Yo no creo que allá sean capaces de entender –dijo con las cejas espesadas y la mirada en línea recta hacia algún punto en la nada. Humedecidas, sus pestañas se pegaban en manojos–. Para que allá alguien me entienda tiene que haber pasado por lo mismo que yo. De resto… –Nelly negó con la cabeza”.
Es común apreciar la manera en que las decisiones en el centro del país son la causa, para bien o para mal, de acciones en las comunidades. Pero la balanza cae mucho más hacia el lado de un Estado que no vio la desgracia de la guerra en las regiones. Estas fueron apenas parte del territorio colombiano, por bandera y por himno -si acaso-, pero no parte del Estado, que solo llegó con omisiones, con balas y sin la contundencia requerida. Incapaz de garantizar la vida y los derechos humanos de ese estado de naturaleza en que estuvieron –y están todavía algunos– sumidos los territorios, en donde la fuerza es la ley.
Escribo este párrafo en pasado, pero también podría escribirlo en presente, con excepciones, claro.
Una perspectiva integral de la guerra es esta: busca hallar el sentido humano de la tragedia, la muerte de las víctimas, su rostro, y no la mera justificación del crimen. La naturaleza de la guerra en Colombia es su complejidad: intrincadas interpretaciones en que indígenas, campesinos, afros y mestizos se enfrentan ante la vida, la muerte, el dolor, el perdón, la tristeza, la alegría, la rabia y la nostalgia. Mientras tanto, el citadino piensa que puede arreglarles el mundo. Pero la vida sigue pasando, y con ella las espirales de los acontecimientos del pasado surten su efecto en las decisiones presentes. La estética del libro es la representación de la estética de la guerra y de la paz: relieves, curvas, verde de múltiples tonalidades.
No obstante, la dualidad de la represalia existe, según estas historias. Como existe también la posibilidad de separar la venganza del odio permanente como salida del círculo sanguinario. Esta garantía significa un Estado, una familia, una comunidad, una escuela que ayude a promover una salida digna, y no la continuación de la venganza.
La Puria (Chocó), Las Hermosas (Tolima), El Arenillo (Valle del Cuca), La Balsa (Nariño), Calamar (Guaviare), La Coca (Quindío) y Guaduas (Chocó), y los cuatro retornos a la esfera de la ciudad, son ahora recorridos conocidos, y uno sale de su lectura con tierra en las botas, la piel quemada y el corazón oprimido. También con lágrimas por relatos como el de la muerte de Maria Cristina Cobo Mahecha, narrado por el paramilitar victimario, y las ganas de tirar el libro y utilizar las páginas como pañuelo. Sí, el descuartizamiento también sucedió aquí. Sí, los hornos. Sí, aún los desplazamientos. Los secuestros. Los asesinatos. El reclutamiento forzado. Sí, el dolor aún está en la esquina.
Queda la sensación de que la crueldad nunca ha parado, y de que siempre hemos sentido que vivimos la peor de las crisis. Así se induce de lo que dice Álvarez al referirse a los diarios del abuelo de los Munard, una familia de Génova (Quindío), quien había escrito sus impresiones de la guerra por 1962: “Me dije, asombrado, que el abuelo de Mario [Munard] ya hablaba de desolación y ruina. Y aún no había ocurrido lo peor de nuestra violencia contemporánea”.
Quedan también otras ideas sueltas, que mi ignorancia no las acaba de juntar. Los prejuicios enquistados. El arte como salida. La infraestructura como despojos de la guerra. La paz rural. La importancia de la comprensión histórica, no solo la fáctica. El reportero como un traductor cultural. Y sobre todo esto: la paz empieza mostrándoles a las nuevas generaciones un futuro que no sea la venganza, el miedo y el odio. Uno que en algunos territorios se ha vivido. No por nada Álvarez y Ríos pudieron viajar hasta allá: porque había condiciones para hacerlo, aunque la Policía y el Ejército no fueran, en casos como La Balsa, ni mucho menos, la garantía de seguridad.
Solo espero que se pueda seguir manteniendo esta efímera paz, que empieza por reconocer esta guerra rural con decisiones de ciudad, su complejidad, su origen en la niñez, la necesidad de garantías materiales y culturales, el reconocimiento del dolor y no su instrumentalización. Y que no estemos labrando, otra vez, un futuro oscuro: parafraseando a Wislawa Szymborska, ojalá no tengamos que volver a que alguien recuerde, con la escoba, todavía, cómo fue.
29 de noviembre
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Julián Bernal Ospina