La orquesta en la que interpreta la viola Cristian Hidalgo ha ganado consecutivamente el premio a la agrupación más ignorada. Como percusión tiene la voz maquinal de un megáfono automático que ofrece crema de concha de nácar traída de Puerto Leticia Amazonas: sirve para el colesterol, las espinillas y las manchas en la piel, y, por su puesto, para mejorar estas rimbombantes líneas de expresión. Como armonía, la voz pesada de una grave vendedora que dice: “se va estrenando solo con la cédula y el celular”. Esta orquesta versátil, única en el mundo, toca lo que la gente oye: alguien sale a parrandiar con la botellita, uno más llora por un niño inocente fruto del amor que él le dio, y otro más viaja al sur a donde todo el mundo come cuy.
Al fin se acaba el año y, aunque no se acabe con él la pandemia, se siente un poco de alivio en la música de esta calle principal del centro de Manizales. Cristian Hidalgo me mira como si viera y sonríe leyendo mi voz al aire cuando le sugiero que hablemos: “Espere un momentico yo miro una cosa”. Está buscando dónde poner un vaso de leche caliente para que no se vaya a regar; mejor “ahí”, señala con el dedo, “porque de pronto se le daña la mercancía al señor”. Aunque es casi intransitable el andén, Cristian encuentra el espacio vacío. Los dos años que lleva en la calle, al principio como vendedor en el barrio Colombia y en Versalles, y después como intérprete musical, le han enseñado a hallar los lugares que todavía nadie ocupa.
El caminante que ande por ahí sin mucho ruido interior podría sentir las cuerdas de su instrumento brillando en el aire. Aunque sea prestada, la viola es parte de él: no es incoherente que diga que “la música es el arte que todo lo cultiva”, y que esta sea el arte que sabe cómo hacer. Con veintiséis años, ejecuta el repertorio que los transeúntes le indiquen al tiempo que está preparado para correr en cualquier momento. Por eso me lo encuentro, presentado de elegante camiseta roja y pantalón informal, interpretando con movimientos académicos la melodía de Parranda de Navidad. Tiene que levantar la cabeza para hablarme. No le veo la sonrisa; se siente tímida. Los ojos hundidos quieren verme; yo percibo que lo logran. La piel clara, el pelo castaño oscuro y la nariz respingada son de alguien que, a pesar de la calle, todavía es un niño.
No quisiera estar ahí, me dice, sino en clases; aprendió a tocar en Batuta; si deja de ir al centro, se quiebra. Algo ha asimilado de la vida que ha debido vivir, buscando como muchos otros el origen perdido al tiempo que compone sus propias canciones de cuna. ¿A dónde van los niños que no van a la guerra? Muchos, de nueve a seis, a la esquina de la viola, en un rincón donde a veces compite por menos de un metro cuadrado y donde ha debido luchar hasta con la policía. Hoy tiene la complicidad de sus compañeros vendedores, quienes se cuidan los unos a los otros. Por lo pronto, él sabe que su espacio es ese, en donde todos los días reconoce las cosas con las notas que le salen de su otro brazo. No obstante, en realidad, quisiera cambiarlo: que en lugar de caminantes encontrara profesores; que de nueve a seis se topara con la certidumbre de un espacio fijo y una viola que no tenga que pedir prestada (como si se pidieran prestados los sueños).