La resurrección de Lindsay y de su hija Irene

De un tiempo para acá las miradas consumidas de los caminantes se han acostumbrado a no ver la vagoneta vigilante de la antigua estación de El Cable en Manizales. Ahora pende de esas líneas comunicantes la silueta exacta del aire y una pregunta que no brilla por su ausencia: ¿a dónde se fue el ingeniero don Jaime Lindsay que miraba, junto con su hija Irene, el mundo como nos miran los pájaros eternos? Otro ingeniero, Juan E. Aristizábal, se fue a buscarlos y los encontró el año pasado cansados de esperar con la mirada triste de un muñeco en la basura, en los escombros de una estación del cable aéreo.

Ojalá que la última travesía del ingeniero Lindsay y su hija Irene no sea la menos larga y la más triste, de la avenida Santander al lugar oscuro y olvidado a donde llegan los ídolos marchitos. Antes que los viajes eran de ocho horas hasta Mariquita por el cable aéreo más largo del mundo, y cuyas mercancías, así fueran hierro o café, no dejaban de sentir el mareo por el frío paralizante y el calor espeso de los variados pueblos entre Caldas y Tolima. Los amantes de la ficción hubiéramos querido que, por lo menos, él mismo se las hubiera ingeniado para resucitar un domingo de pascua, y que se hubiera deslizado con su hija en la vagoneta, se la hubiera subido en hombros porque ella ya no tenía una mano, y hubiera descendido encalambrado por la torre oxidada.

Tampoco es descabellado mencionar que Irene, sin importar el murmullo de la gente al ver su vestido vuelto una nada, le insistiera a su padre que hacía muchos años no veía un paisaje diferente al del diagonal cubo de Cable Plaza, y que extrañaba mucho sobre todo la vista del nevado, aún más cuando había escuchado que se había visto tan blanco como otrora. El ingenioso ingeniero, con seguridad casi al punto de la cordura, aceptaría esa insistencia y se hubiera sentido nostálgico al constatar el cable más olvidado del mundo. No sería raro que por eso se cayera de cabezas a la calle y, si antes no había quedado nada de él ni de su hija, pues con el impacto menos. Solo los hubieran reconocido los ojos de padre triste del maestro Vallejo.  

Esa vagoneta que antes llevaba bultos de ilustres contertulios, trabajadores mañaneros, señoras de chal y sombrero, ciudadanos cualquiera y cuerpos de café y de hierro encostalados, y cuyo recorrido sobrepasaba los paisajes irracionales de la cordillera hasta la planicie de Mariquita, cuando Juan E. Aristizábal la encontró solo llevaba bultos de recuerdos empolvados. Esto solo constata que de los transportes alternativos solo quedaron los nombres. En parte gracias a un no tan ingenioso presidente que prefería los Barcos y las vías para carros a diferencia de los ferrocarriles. Sin vías y sin trenes, sin cables y sin Barco –no hay mal que dure cien años–, quedamos solo con la torturada escultura del ingenioso ingeniero y de su hija, y con sus nombres vacíos.

Acostumbrados, después de tantos años, a sentir que poco a poco el moho los corroía, que el hollín impregnaba su ropa, y que se les iban cayendo pedazos de la cara y del cuerpo, ¿sentirán el ingeniero e Irene como normal el destino de los ídolos olvidados, el mismo de las esculturas con adornos de mierda de paloma? Tal vez el ingenioso Lindsay extrañe su semblante de médico hindú, su porte de primo de Mahatma Gandhi –europeo, mejor alimentado y elegantemente vestido–; aunque lo que de verdad extrañe sea ser más que el nombre de una avenida.  

04 de abril de 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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