María la invisible

Dicen que en las calles concurridas siempre hay una María visible; ella, por el contrario, es la menos visible: no solo por el tapabocas negro que oculta la mitad de su cara, ni tampoco porque le antecede la fastuosa herencia de un carrito hecho de tablones e icopor en el que exhibe dulces y papitas, y en el que ofrece minutos en un mundo sin tiempo. Podría ser por la chaqueta roja impermeable que además del agua repele las miradas, o por la cobija que tiene sobre unas piernas que aún no se acostumbran al frío. Pero no. María la invisible lo es porque de tanto estar expuesta se confunde con el paisaje del mercado espontáneo más variado de Manizales: la carrera 23, en el centro: canastas de matas para la venta, carretillas de pitallas piramidales y películas amontonadas con los últimos estrenos en la cartelera que ya nadie ve.

Los viandantes pasan y algunos piden y compran, pagan y botan la basura en una bolsa que ella colgó para eso. Mientras hacen todas las transacciones, solo algunos pocos saben que hace un mes María llegó a esa esquina y que había caminado con dos de sus hijas durante tres meses desde Barinas, pasando por Arauca, hasta llegar a la extraña tierra de Manizales. Si ahora es una vendedora invisible cuyo acento se confunde con el “A doscientos, amor”, hace dos meses era uno más de los migrantes caminantes, con ampollas y niños, casas móviles y voces impotentes. Los más afortunados terminaron como ella en una residencia exigua compartida con diez seres que responden a su mismo apellido. María hizo ese viaje detrás de su hermana y de uno de sus hijos, buscando el que sería un mejor futuro, y se encontró con el futuro menos utópico de todos los días en la misma esquina.

“¿Usted qué hace, qué le gusta hacer cuando se aburre?”, le pregunto yo. “Yo no tengo tiempo para aburrirme”, me responde. Cientos de seres humanos como ella tampoco lo tienen: se levantan a las seis, desayunan lo que haya, raspan el tarro de café, llegan a las siete a su esquina, raspan el monedero, y se van doce horas después a cumplir su sagrada rutina para comer, pagar la comida, la habitación y ahorrar para llevar. Mientras tanto, otra parte de su familia se quedó en Venezuela cuidando la casa –léase lo que no han perdido–, o a los otros familiares –léase los que no perdieron en el tránsito, por el virus o por el hambre–. Dividida, su familia solo comparte una cosa: el extrañamiento.  

Les queda entonces un acento que se pierde en el tapabocas. Es el que se oye al bajar el vidrio del carro o que se adivina, a lo lejos, con un grito pidiendo comida, unos zapatos, una sábana. Por esa música perdida saben que este es su lugarcito de paso, como otros lo serán, como otros lo fueron. A María la espera su negocio de jabones y desinfectantes, no muy grande aunque mejor que el carrito que ahora tiene. A pesar de que cada sitio tiene sus pros y contras –aquí debe pagar por los servicios como agua y luz, allá no–, su casa está al otro lado de la frontera, a tres días de injusticias, donde el único frío es el del aire acondicionado. En su momento volverá; se conforma, por lo pronto, con una ciudad cuyo nombre nunca había oído, en la que no la han tratado mal pero donde no tiene sus raíces en las esquinas: un lugar en el que es objeto de entrevistas y fotografías incómodas.

11 de abril de 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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