Un hombre milenario cuenta una historia. En la voz se sienten las de millones: las que se conservaron retumbando en la cabeza y en columnas antiguas. En canciones de aedos, en caminos serpenteantes. Un hombre cuenta una historia y se asoman en ella los anhelos de los orígenes. Los miedos, los dioses y los amores. Las costumbres, los odios y las tristezas. Un hombre cuenta una historia y no es solo un hombre, aunque lo sea: es el término de la elaboración de pormenores en el tiempo que resulta ser el dibujo sintético de una sociedad. Aunque tampoco sea el término solo pues propicia la interpretación de millones de almas que quisieran comprender su ahora, su antes y su después.
Cualquiera podría hablar de La Odisea de Homero con la misma propiedad con que disertaría sobre la palma de la mano. A pesar de ello, al detallar los surcos de sus pontos, los vientos diversos que mueven sus naos, las islas y los reinos en forma de únicos relieves, los monstruos y dioses perdidos en la sombra de la piel; cualquiera, al detallar la palma, se percatará de que aún no conoce con suficiencia el misterio de la herramienta con que come cada día de la vida. Por eso La Odisea es una narración que contiene el enigma cercano e insondable que cada ser humano entraña: el de sí mismo.
Aunque ya todo ha sido dicho bajo el sol, aún queda todo por decir: siempre hay una sombra con la cual asombrarse, sobre todo si es la del propio cuerpo. Después de haber librado la guerra pública más azarosa por la huida de Helena de Esparta a Troya con su príncipe Paris, Odiseo o Ulises debe emprender el viaje no menos tortuoso del regreso a su Ítaca, y las penurias que hallará en el camino a su casa no son otras que los demonios privados. Tendrá que enfrentarse con astucia y esmero a los cicones y la vanidad de su victoria, a los lotófagos y el olvido de su tierra, a la ruindad del cíclope Polifemo y su padre Poseidón, al misterio incestuoso de la mansión de Eolo, a las gigantescas piedras de odio de los lestrigones, a la hechicera Circe y sus pociones engañosas, a las almas de los antiguos y del tebano Tiresias en el inframundo, a las sirenas y sus cantos tan dulces como dañinos, a las monstruosas Escila y Caribdis, a la tentación de las vacas y las ovejas del Sol, al amor de la diosa Calipso, al cariño de los feacios.
Todo ello para librar la lucha final, que es la de enfrentarse a los pretendientes de Penélope, su esposa, quienes además querían asesinar a su hijo Telémaco y con ello acabar con la sangre de Laertes, el padre de Odiseo. De manera que la última guerra es, literalmente, en su propio hogar, el que hacía décadas no veía pero que hacía décadas añoraba. No bastaron los tesoros que le regalaron los feacios, ni las muertes que presenció de sus ayudantes, compañeros y subordinados: aún tuvo que llevar a cabo el último ardid para estar a sus anchas en compañía de los suyos y de su tierra: como siempre ayudado por Atenea, se disfrazó de pordiosero para encontrar el momento justo de la venganza. Así, disfrazado, añoso y sabio propició la oportunidad para combatir por la que tal vez sea la última riña que libre todo ser humano: por saber de dónde viene la palma de la mano, cómo cultiva con ella la tierra donde vive y cómo crecen los frutos que fueron semillas en los dedos.
11 de abril de 2021
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Julián Bernal Ospina