El último nefelibata terrestre

A mi amigo Luis Efe Molina

Hace años lo conocí, por obra y desgracia de un amigo en común que solo sabe crear maravillas. Mi primera impresión no fue muy significativa. No recuerdo en dónde ni cuándo; esas cosas solo las recuerda él. Tengo la imagen en mi cabeza de un muchacho sentado al borde de una terraza, escribiendo notas sobre una mesa alta de vidrio sucio, viendo la glorieta nocturna al lado de mi casa. La ropa cuidadosamente vestida, el peinado de joven elegante: esos seres intrépidos y escasos que usan peinilla o pañuelo a los veinte años sin que nadie los obligue. Más bien flaco y formal, de voz de narrador radial, de pelos escasos en lugar de barba; todo el conjunto hubiera sido llamativo en alguien a quien se le podían contar los años con los dedos de las manos y los pies. Pero no era suficiente: faltaban los tenis.

No zapatos lustrados ni zapatillas espejo. Eran tenis blancos gastados. No los portaba con pena o apuro sino con orgullo: parte del cuadro que él había premeditado frente al espejo seguramente con obsesivo interés. Yo vine a caer en la cuenta de esta aparente contracción años después, cuando la asocié con la transgresión de sus vocaciones. En el momento tal vez me llamó la atención su interés por la literatura y por el periodismo, su conversación fluida entre lo superficial y lo profundo, su pasión por vivir el momento cuando hace frío y la noche arropa con las oscuridades de las nubes. Sobre todo el asombro que lo iluminaba cuando se quedaba detallando la neblina y las antiguas formas del cielo que siempre se renuevan. Cuando lo conocí mejor supe que los tenis no solo le servían para caminar en línea recta y a pasos de gigante, sino para bailar salsa como si lo hiciera sobre el cielo.

“¿Quién de ustedes dos sabe bailar salsa?”, les preguntó a dos mujeres de mi familia, que recién había conocido, sentadas y sorprendidas sobre el sofá de mi casa, una noche en que la risa, provocada por él, sonó más alto que la música. Por esos días cantábamos canciones de tusas anteriores, de viejas emociones de jóvenes lanzados al mundo, que nuestro amigo –el creador de maravillas– acompañaba con armónica. El que sería el último nefelibata terrestre fluía con el descubrimiento de su bella contradicción, con la música y el vino, y no hacía falta más que su contribución de saltos en la silla alta y golpes con los dedos en la mesa para que todo fuera hermoso. Él les ponía los nombres a las canciones, mientras con el humo de una narguila empezaba a alimentar las mismas nubes en que había de vivir.

Una vez le dediqué un cuento largo, surrealista y estúpido en que le escribí: “Para el que nació siendo periodista”. Todo el mundo –desde su familia, en el colegio y años después en su trabajo– lo conocería como si hablara a través de un micrófono. Aún creo que fueron esas noches en la terraza en que comenzó a reconocer la otra estirpe de donde viene: los extraños sujetos que viven en las nubes. Después descubriría la abrumadora noticia de que él era el último ejemplar sobre la tierra. Quiso, entonces, por rebeldía y por tradición –así como usaba los tenis con ropa formal–, irse a vivir a las nubes, no yéndose en cuerpo físico sino ascendiendo en alma. Desde arriba controla sus movimientos con destreza a través de los “hilos de la trama oscura”, como diría Borges. Entre tanto, se ha dedicado a conocer el mundo en que habita. Por eso se volvió famoso en la predicción climática. Por eso nadie lo supera.

25 de julio del 2021

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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