Una reseña de Orlando, de Virginia Woolf (Lumen, 2018, traducción de J. L. Borges).
¿Quién podría determinar lo que uno es o lo que uno no es? Leer Orlando, la novela de Virginia Woolf, es hacerse esa pregunta. Yo he sentido, todos los días de mi vida, que cuando me levanto ya soy otro, y sin embargo hay una esencia de mí que permanece. Pienso al vestirme o cuando no hago nada en cuál es la máscara que mostraré de mí, en cuál es la máscara de mí mismo que me muestro, en cuál es la máscara que los demás ven sin yo propiciarlo voluntariamente. Lo que soy o no soy es un interjuego de interpretaciones en las que el yo queda reluciente, a la espera de ser hallado. Creo que al final lo que queda es eso: como quien se recoge en sus propios ecos y se burla de ellos.
Esto me suscitó la novela que menciono. Es una burla porque no es la biografía de sucesos ajenos a la potencialidad del interior de un ser humano. Si algo siento en ella es que es una biografía de un tiempo mental. En otras palabras: siento que Woolf hace la biografía de una mente. Capaz de hacer y deshacer con las elucubraciones, lleva al lector a estados oníricos que no terminan en las ensoñaciones sino que trascienden hacia la realidad. Todo es flexible, todo es otra cosa, o todo puede serlo: una manzana es el mundo. La causalidad no se queda atrás: puede haber un cielo azul solo por el hecho de que unos brazos acariciaron un cuerpo. El espacio se transforma por cuestión de abrir o cerrar los ojos: Turquía, Rusia y Londres son habitaciones continuas. El tiempo es nada: de la época Isabelina a la Primera Guerra Mundial hay solo un parpadeo.
Woolf se burla del género biográfico de grandes hombres y grandes epopeyas. Hace de los supuestos detalles mínimos, en apariencia insignificantes –el reflejo del sol, las piernas tornasoladas, las manos sumergidas en el agua– los verdaderos hechos que importan; las batallas y los muertos sobre los campos, los medios con que un político logró atesorar la riqueza, el número de espadas que pudo enarbolar un guerrero en su vida; todo ello pasa a ser arbitrariamente olvidado. Y no solo esto: se dice que se basó para escribir la novela en la vida de un amor contrariado: Vita Sackville-West. Sin embargo, aunque fuera fundamentado en la realidad, el personaje Orlando es una creación, lo cual hace que esa burla no solo se ubique en la forma en que narra la historia, sino también en el objeto de la historia: una vida inventada.
También se burla de la racionalidad. Convierte lo real en una apreciación fantástica, y la fantasía en un dato como de directorio telefónico. Personajes que viven trescientos años o más, como si el tiempo objetivo –el de lo que conocemos como historiografía– fuera independiente del tiempo subjetivo: Orlando es una treintañera inmortal durante más de cien años (lo cual no significa que no haya estado, por voluntad o no, al borde de la muerte). La hermosa princesa rusa Sasha se vuelve, después de tres siglos, no un esqueleto dentro de ataúd sino una señora gorda. El poeta y crítico Nicholas Greene mejora sus maneras, antes bastas, pero mantiene su espíritu acrítico de considerar que todo lo pasado fue mejor.
Woolf se burla a su vez de los valores establecidos para la época en que se publicó la novela (en los años XX del siglo pasado). La ambigüedad deslumbra al tiempo en el tiempo y en el género, o lo que en la novela se llama sexo (al menos en la traducción de Borges). Orlando es Orlando a pesar de su ambigüedad sexual: el hombre afeminado o la mujer varonil no tienen nada que ver con lo que Orlando es: su identidad se desidentifica del género en el que vive. Vive Orlando en busca de la comprensión de su ser y del amor y del recuerdo del amor. Se camufla en las vidas de gitanos y de príncipes, de poetas y de navegantes, de ingleses y de ricos victorianos; pero Orlando es en realidad un roble, o la tierra de ese roble, o el poema que le dedica al árbol, o su cielo, o el Támesis congelado. Ama sentir que cabalga sobre la tierra, y sabe que si quisiera continuar viviendo en procura de la comprensión, el primer vínculo para ello es el amor. De lo único que no se burla.
Orlando nunca deje de llamarse Orlando. Orlando se camufla en los sexos, pero no depende de ellos para ser –o por lo menos para estar en búsqueda de ese ser–. Dice Woolf: “(…) pero lo que parece incuestionable –porque estamos ahora en la región del “quizás” y del “al parecer”– era que el yo que ella más necesitaba se mantenía a distancia, pues Orlando, a juzgar por lo que decía, se estaba mudando de yo con una velocidad no inferior a la de su coche –había uno nuevo en cada esquina–, como sucede cuando, por alguna inexplicable razón, el yo consciente, que es el superior y tiene el poder de desear, quiere ser un yo único. Este es el que llaman algunos el verdadero yo, y es, aseguran, la aglomeración de todos los yoes que están y pueden estar en nosotros; dirigidos y acuartelados por el yo capitán, el yo llave, que los amalgama y controla. Orlando estaba en busca de ese yo”.
Es como si Woolf dijera que, para responder la pregunta del comienzo, hubiera que reconocer el deseo desligado de convenciones: el amor. Incluso de las convenciones que dicen ser críticas. En la libertad del deseo está la libertad. Pareciera que Woolf creara, entonces, un caso en que la burla es expresión de seriedad: seriedad con el ser humano, con el arte y su forma. La burla es el medio para desidentificarse y procurar la libertad. La burla y la escritura. Desidentificarse de los códigos culturales e identificarse con el sentido de la literatura. Orlando es un escritora que siente su vocación más allá incluso de su firma o de la gloria: es un modo de existir en las emociones cotidianas. Una forma fidedigna de comparar a la escritora Woolf: como la escritura de Orlando, que va y viene en busca no de la mejor palabra sino de la palabra. La vida dedicada a ello, porque la vida, en su caso, es eso que escribe y que lee, y lo que siente cuando escribe y cuando lee, y lo que ama y de lo que se burla cuando escribe y lee.
19 de septiembre del 2021
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Julián Bernal Ospina