Imaginar lo cotidiano

Imaginar es ir más allá de uno, a pesar de que no se salga del cuarto, ni tampoco se cambie de posición: la misma permanencia frente al computador. Podría pensarse que, como idea primaria, la imaginación es sinónimo de fantasía: la magia, el sueño, el absurdo, un triciclo que vuela, usted con colmillos vampirescos, las serie de Netflix como Freud o Sabrina, los dioses del Olimpo reunidos para juzgar qué harán con Ulises, las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, el niño con cola de iguana. Pero si algo nos ha mostrado esta cuarentena es que no necesariamente es eso.

Hace unos meses escribí un texto que publiqué en el blog, y después en La Cola de Rata, sobre la casa para imaginar: la cocina, el estudio, el cuarto, la puerta, fueron en esas letras motivaciones para ir adentro de las cosas, y pensar así la salud mental. Inspirado en la vida de Paul, un enfermo de la polio que le había tocado vivir encerrado toda su vida en pulmones artificiales, pensé que la mayor justificación para él de imaginar era la acción cotidiana menos trascendental: jugar con los amigos, tomar leche después del fútbol, caminar con la novia. Imaginar se convierte, entonces, en la representación de otra existencia, no necesariamente fantasiosa.

El mundo, de alguna manera, nos dijo que sí. Todos los días las imágenes, las letras, los sonidos son masificados a través de un aparato, y si no fuera por eso no nos enteraríamos de la existencia terrenal de los otros (dado el supuesto de que estamos encerrados). Cuando el encierro es tanto, el cerebro busca salidas para imaginarse al otro. Debe ser por eso que la palabra “imaginar” viene del latín imagināri, que significa “Formar una figura mental”. Es decir, representar. La mente construye una mentira de las cosas en la cabeza. Si nos pusiéramos filosóficos, todo lo que creemos ver es, en últimas, una imagen, y no las cosas como son.

Lo que creemos que es la realidad es solo la imagen que hacemos de la realidad. Eso es lo que aprendemos en epistemología, y es también, mal trabajado, una especie de recurso expedito hacia el abismo. Recuerdo una clase en la universidad en la que el profesor proponía un ejercicio: con los dedos de la mano muévase el ojo derecho, abra el ojo y verá la imagen distorsionada de la realidad. ¿Eso significa que las cosas también se distorsionan? No. Exacto. Pero, aunque sea un camino al abismo de la relatividad, también es fascinante, porque es posible decir que todo es susceptible de ser imaginado. Todo es imaginable: nada puede escapársele a la imaginación.

Imaginemos solo la idea de más de siete mil millones de personas imaginando hasta en los sueños. Ya tendríamos entonces que evitar cualquier tentación de decir que eso que dijimos brillantemente es la primera vez que alguien lo piensa. Incluso, que alguien lo dice. Pero el problema no es ese: el problema es que, con billones de imágenes en miles y miles de lenguas (suponiendo que las imágenes son lengua), primen los relatos vacíos de la humanidad, que vuelven una sola masa las culturas diversas, y que replican representaciones hegemónicas.

Para qué, entonces, hacer uso de esa fantástica condición de imaginar –lo cotidiano, lo fantástico–, desarrollada por miles de años, si va a ser para copiar lo que dice Donald Trump, el fin del mundo hollywoodense. Justo hoy, la imaginación es la facultad necesaria para, como lo dice el título del último libro de Alejandro Gaviria, otro fin del mundo posible. Si es posible imaginar otro fin del mundo, será necesario también imaginar otro origen.

2 de noviembre

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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