Segundo viaje al año nuevo

¿A dónde se fue el año viejo y dónde está el año nuevo que no lo encuentro? Después del 31 me levanté desubicado –un poco más que de costumbre–, como me levanto casi todos los primeros de enero, y me puse a buscar al año nuevo. Ya la natilla me olía a viejo, los buñuelos estaban blanditos y fríos, y el ambiente olía a guayabo y a cuncho de guaro en copa de vidrio o de cerveza en una lata abandonada. Tuve que pensar cuándo había sido el año viejo, y me aclaré la duda de que no lo sabía porque los que vivimos estos años, desde un tiempo para acá, hemos sentido que todos ellos, no importa el nombre, son iguales. Este año arrancó en marzo de 2020 y todavía parece no haber acabado, o por lo menos estar a punto de acabarse, o por lo menos acabarse de acabarse. Solo faltaría que, de aquí a unos días, volviéramos a las medidas de los encierros (confinamiento individual preventivo obligatorio: ese largo nombre eufemístico que tanto aman los amantes del poder, el cual –amantes del poder–, a su vez, es un eufemismo de tiranuelos). Ya, después de un tiempo, me sentí buscando lo que ya había encontrado: la misma sensación al percatarme de que tengo las gafas puestas tras buscarlas mucho tiempo: las gafas siempre habían estado ahí; el año nuevo siempre ha estado ahí.

Porque los años llegan sin buscarlos: llegan con el paso de los días y las noches, y son una medida de nuestra estrechez del tiempo, nuestra búsqueda por darle un sentido a lo que a lo mejor no tenga sentido, pero que da orden o desorden a este paulatino andar al que llaman vida. Al cielo qué le va a importar que este sea el año número 2 mil 22 después del supuesto nacimiento de Cristo. En stricto sensu, tampoco debe importarle, al cielo, lo que signifique la palabra “Cristo”: eso es un asunto de los humanos, nosotros, ávidos de sentido para hallar explicaciones al rutinario paso de los días, uno tras otro, otro tras uno, con sus Navidades y vanidades, sus años nuevos y años viejos, sus calendarios y su monotonía. Hablo del cielo natural, el cielo que es una ilusión óptica del infinito, no del cielo de Spinoza, para quien Dios estaba en la naturaleza. En todo caso, a los únicos que sirven los calendarios es a nosotros, los que escribimos estas letras, y nos fijamos en las fechas para celebrar o para entristecernos (acaso el tiempo de una piedra sea ninguno, o infinito, o todos condensados; y, aunque esto sea así, la piedra es creadora del tiempo, o de otros tiempos: crecen matas y bacterias bajo su cuerpo eterno).

Cuando todo se acabe y el cielo caiga al suelo, no van a importar los calendarios. Serán una materia más que se consuma en sí misma, junto con las otras, en la cadena constante de cosas que es esta vida material: estos átomos serán después la comida de gusanos, que serán después la comida de gallinazos, que serán después el sancocho de soldados o guerrilleros en las selvas colombianas, y así, y así, y así. Y así y todo, qué maravilla que son los calendarios: otro invento más para atrapar el sentido con el sinsentido de las márgenes y las cruces vividas (no deja de ser apasionante que nunca –nunca– se pueda vivir de nuevo un día en el transcurrir de este tiempo: un día vivido, un día pasado para siempre: lo mismo con las horas, lo mismo con los minutos, con los segundos). Sin calendarios no hubiera historiografía, ni décadas, ni siglos, ni milenios, ni datos curiosos, ni crucigramas. La humanidad tendría que reiniciarse si un viejo feliz, con su tinto sobre la mesa, tras la caminata a paso lento y curvo por el fiel andén dominguero, tome el lapicero que siempre lleva en la camisa que siempre se mete debajo del pantalón apretado por encima del ombligo, y, cuando llegue al final del periódico, no encuentre el crucigrama.

No es mera coincidencia que las culturas busquen medir su tiempo: los relojes de sol de los egipcios un milenio antes que el llanto del niño que dividiría el tiempo; los calendarios mayas tres milenios antes de ese llanto divisorio y más precisos que el gregoriano; los relojes de arena en la Europa del segundo milenio después de ese llanto o cisma; las crecidas de los ríos o las sequías del Nilo, del Amazonas, del Misisipi; las lunas y sus rostros descubiertos u ocultos; los astros y sus mapas brillantes y abismales, como una radiografía del ser de Dios. (No deja de ser irónico que nuestro tiempo, orgulloso de su racionalidad, haya nacido con el llanto de un niño). No es gratuito que tras la Revolución Francesa se hubiera querido cambiar el calendario imperante (el calendario gregoriano, surgido en el siglo XVI para igualar los tiempos de la Iglesia Católica con los tiempos de los ciudadanos comunes) por el calendario republicano francés, uno en el cual se buscó omitir cualquier referencia religiosa. Todo esto habla de una cosa: quien busca ordenar el tiempo, busca al tiempo ordenar la vida: busca –consciente o inconscientemente– controlar el desarrollo de las cosas. Tanto que ya las cosas se parecen a la ficción diseñada para ordenarlas: hay domingos que, aunque nos intentaran engañar diciéndonos que es martes, solo pueden ser domingos.

Entonces desistí de mi empresa insignificante de buscar el año nuevo, e intenté dedicarme a vivirlo a ver si esa elucubración del ser humano de poner un final y un comienzo a las cosas sí servía para algo más que para imprimir agendas o crear aplicaciones con recordatorios de la reunión de la semana entrante. Cuando después me hube cansado de seguir con la tontería –cuando en realidad me dispuse a hacer algo que valiera la pena, económicamente hablando– ya se me había pasado la sensación del nuevo año, la sensación como de estar estrenando medias o calzoncillos, y concluí que todo ese misterio del tiempo encerrado en cuadritos solo podía servir para entendernos y desentendernos entre los seres humanos, y no para nombrar el tiempo del corazón.  

03 de enero del 2022

Publicado por julianbernalospina

Escritor. De formación politólogo con estudios de maestría en construcción de paz. Énfasis en escritura, literatura, periodismo e investigación cualitativa.

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