Por estos días ando editando y editando un libro de cuentos que espero publicar en unos meses. Cuando pienso que ya está listo, alguien siempre tiene la amabilidad de recordarme lo que se decía en El Quijote sobre las opiniones de los escritores acerca de sus propias obras (no recuerdo la página, ni qué personaje lo dice; perdón, Normas APÁ, dogma inconsciente de los académicos): el autor siempre va a ver sus libros con la misma conmiseración con la que un padre consuela a su hijo no inteligente, por decirlo de formanodiscriminatorianiofensiva.
Entonces pienso que la escritura es reescritura y edición, más que conformismo y mediocridad. Por eso cuando oigo cosas como “la escritura es fascinante, te libera, es hermosa”, etcétera, me da la sensación de que me están hablando de cosas distintas, abismalmente distintas, de la escritura, por lo menos literaria. La escritura como catarsis versus la escritura como cárcel, esta última bajo la consigna de hacer algo no tan malo con lo que uno no sienta que le está robando la plata ni el tiempo al lector. Reescritura y edición: volver una y otra vez a los textos, buscar otras opiniones y otras lecturas, descifrar en la maraña de ideas –inconclusas, limitadas, inservibles– qué fue lo que uno quiso decir.
En esa búsqueda estuve recordando las ideas que pensé que ya había comprendido, pero es largo y azaroso el camino de la comprensión hacia la acción. No sé cuánta vida tenga qué pasar para que las páginas leídas dejen de ser mariposas en la cabeza y se conviertan en una página escrita decente. Muchas conversaciones, muchas relecturas, muchos errores. Para aprender a veces hay que regresar a aquello que se supone que ya se había aprendido. No sirven de nada las palabras puestas como cuadros que nadie ve. Se llenan de polvo y solo funcionan para exhibir un pasado. Hay que regresar de esos cuadros, con telarañas y suciedades, para intentarlo de nuevo. En ocasiones ese intento es solo un impulso para volver a las exhibiciones del olvido. (Quiero creer que todo esto va más allá del lugar común según el cual hay que leer muchos libros para escribir una página, como si escribir y atreverse a hacerlo fuera un sacrilegio).
Por eso volví a la lectura de las ideas que el escritor argentino Julio Cortázar tenía sobre el cuento. Conservo un libro de cátedras suyas que ha sobrevivido inundaciones, temblores y abandonos. Cuando dictó esas clases, en Berkeley (1980, California), él ya era un celebrado escritor latinoamericano miembro del hoy no tan celebrado Boom Latinoamericano. Compartía el podio de los escritores más representativos de la época de los sesenta y ochenta con Vargas Llosa, Fuentes y García Márquez. Era quizá el menos politiquero y el más político de los flamantes ministros escritores supranacionales. Político en el más inocente y revolucionario sentido del término: era un escritor de izquierda, tanto comprometido con la literatura como con la revolución de los pueblos. En suma, cuando la palabra “compromiso” tenía todavía algún sentido.
En ese libro, al comienzo de las clases –que debieron haber sido fascinantes–, se oye cuando se lee a un Cortázar con la claridad de un sabio que pronuncia la erre a lo francés y que habla con la voz gruesa de un locutor. Define sin definir –pues no cree en las definiciones, especialmente en las definiciones de diccionario que solo enumeran características– el cuento como una esfera, una figura que representa la perfección: la infinita cantidad de puntos que hay en una circunferencia son equivalentes con el punto invisible que hay en la mitad.
El cuento –cuando es un buen cuento– se cierra a la perfección en sí mismo, entre la tensión narrativa y la intensidad psicológica. No sobra nada, no falta nada. Termina de una manera “fatal”. Da la sensación de que en él vibran otros objetos, otros personajes, que no son los protagonistas, como en la fotografía en que se ve proyectada una sombra pero no se ve el cuerpo. Hay misterio, hay suposiciones en que el lector interpreta, hay más preguntas que respuestas. Si la novela es como una película en la que se juega todo, el cuento es una fotografía cuyo sentido radica en sugerir la realidad en un período corto de páginas.
Hoy en día, entre los escritores de mi generación (todavía estoy en mis veintes y creo con fe que puedo decir esa grandilocuencia), Cortázar tiene el sello de lo clásico, es decir, de lo que hay que evitar para no pertenecer a la fila de feligreses que ven en todas partes a La Maga o se tatúan una parte del capítulo 7 de Rayuela: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca”. He oído a algunos de los escritores de hoy en día una crítica que también podría hallarse en el mismo Cortázar: aunque él asumió el cuento como una “esfera”, sabía que su estilo en la escritura estaría más en los juegos de los bordes de esa aproximación. El “niño-adulto-escritor” o el “escritor-adulto-niño”, como tal vez más le hubiera gustado ser recordado, le rehúye a las categorizaciones y busca en los intersticios la autenticidad. El escritor que explora más allá de lo dicho es aquel a quien no le bastan las fórmulas y no se conforma con ellas, por más de que las haya dicho Cortázar.
Aunque esto sea verdad, no quiero decir que, por tanto, todo cabe en el cuento. Un soneto es un soneto, un cuento es un cuento, aunque haya hibridaciones, sincronías, complementariedades. He oído por ahí que uno puede catalogar algunos escritos en prosa o verso libre como sonetos porque “así los quieren identificar”. Es fácil jugar a la vanguardia si el fundamento de esa decisión es la ignorancia. Quizá no haya mejor culto a la tradición que el de la verdadera vanguardia, pero eso ya es harina de otro costal.
Hace poco leí un libro de cuentos de una escritora joven manizaleña. Carolina Ospina en Aguadulce logró una biografía en relatos (aquí uso indistintamente la palabra “cuento” y la palabra “relato”) con un pie en la ficción y con otro pie en la realidad. La biografía es sobre su madre. Al leer los cuentos se entiende lo difícil del género, y más cuando estos componen una obra en la que conservan un hilo conductor, en este caso el de las luchas de una mujer para salir adelante.
Cada cuento debe ser independiente y, al mismo tiempo, estar entrelazado. Si el lector quisiera leer uno debería bastarle esa lectura para entenderlo. Si quisiera leer el libro completo, se encontraría con la sorpresa de una vida hecha de fragmentos: desde la inocencia de una niña en un mundo de hombres, hasta la contundencia de una empresaria que aprendió a pulso a ganarse un espacio en el mundo “comiendo mierda y eructando pollo”.
En estos cuentos de hoy, como en otros que he leído últimamente –por ejemplo, el caso de Esteban Ricardo Jiménez Bedoya y Juanita Hincapié, en Las cometas fantasma y en Todas las que fuimos–, aún la tensión y la intensidad son claves. No hay cuento que no tenga la una o la otra en distintos grados. Tensión como al verificar que el pasado cambia, de acuerdo con un cuento fantástico de Jiménez Bedoya, o la intensidad al sorprenderse leyendo que los personajes se reúnen a comer carne humana, como en uno de los cuentos de Hincapié. De suerte que aún parecen estar vigentes las ideas cortazarianas para pensar el género del cuento, por más de que Cortázar sea ya un escritor manido y de culto.
El mismo Cortázar categorizaba sus fases como escritor en tres: una primera estética (literatura por la literatura, igual que decir el arte por el arte), luego una psicológica (la introspección para comprender las verdades últimas humanas) y luego una histórica (el ser consciente del compromiso que tienen los escritores como actores políticos en el devenir de las sociedades), y decía que esa podía ser una forma interesante de caracterizar la evolución de los escritores latinoamericanos de su generación. Posiblemente también lo sean de escritores posteriores, o tal vez del desarrollo de la madurez de todo escritor, pero de esto no estoy seguro.
Quién sabe cuáles han sido las siguientes etapas de los escritores desde hace 40 años. Primera persona, monólogo interior, flujo de conciencia; fantasía, ciencia ficción, crítica social, conflictos personales, conflictos familiares, conflictos ambientales; violencia política, duelos, feminismo, transfeminismo, especismo. Y así, ad infinitum, de lo que recuerdo que en este momento se escribe. Tal vez la idea de una explosión de voces a partir de un origen ya no nos hagan una patria literaria como en los años 80, sino una constelación de estrellas que tienen un hilo común: luchar por que la literatura y el cuento no sean ya solo parte del olvido. Quienes aún escriben –escribimos– cuentos –a pesar de las dificultades comerciales– quizá lo hagan –hagamos– por el único interés de lograr, de edición en edición, de reescritura en reescritura, algo que no sea lo suficientemente malo para por lo menos pasar al olvido con dignidad.
21 de marzo de 2023
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Julián Bernal Ospina
Un comentario en “La esfera de Cortázar”