Crónica
“Yo, por ejemplo, no he vendido nada desde marzo. Yo ya solo sé conjugar el verbo estar: yo estoy, tú estás, ellos están”. Con esto me alumbró Gustavo Parra, vendedor informal de libros, revistas y periódicos, el años pasado, unos días antes de la celebración del Día de las Velitas, en una esquina de la carrera 23 de Manizales. Mientras hablaba con él, cuatro personas lo saludaron y le gritaron “¡Parrita!”, a lo cual respondía certeramente espontáneo con el apodo de cada uno. No me pareció que estuviera sufriendo por las pérdidas económicas a propósito de la pandemia; más bien me había impresionado su conversación en una esquina, cruzado de brazos, esperando paciente el milagro que no iba a ocurrir.
“Al fin al cabo, soy pentamultimillonario porque tengo salud mental y tranquilidad”, me dijo también, con voz carrasposa, después de asegurarme que si antes vendía treinta periódicos, en ese momento vendía diez y le quedaban sobrando. Las revistas que la gente compraba más eran de entretenimiento, de artículos para las casas y de política, y me citó también ajados autores antioqueños de renombre literario cuyos libros algunas personas cometían le extrañeza de leer. Estos “ríos de gente”, como él decía, si antes casi no llevaban textos, en ese momento mucho menos: es decir, nada. Su puesto de ventas, metálico y fastuoso por fuera, albergaba en su interior tres parrillas oxidadas en las que estaban dispuestos por orden de olvido deshilachados periódicos amarillentos, elementos ordinarios como una carpeta y lo que parecía un tarro de pastas al alcance de la mano, y las efigies del Divino Niño y de Jesucristo custodiando la quietud.
Parrita encarnaba un ejemplo de la enfermedad adicional que empezaron a padecer muchas personas: la soledad. En el año del inicio de la peste, sin embargo, la gente comenzó a vivir su amor y odio en los tiempos del coronavirus, y llevó con lujo de detalles íntimos sus diarios de la peste. Aunque se hubieran cerrado más librerías que libros nuevos recién comprados, en las casas las series de Netflix eran vistas con la energía acumulada de no poder salir. Los periódicos virtuales, que tienen la ventaja de no volverse frágiles como un suspiro pero que se pierden en el vacío de la red, fueron consultados con religiosa cotidianidad para procurar comprender el espanto colectivo y el miedo individual. Todo nuestro mundo, como sabrá el lector, se volvió el fugazmente eterno ejercicio de un clic.
Hoy que se habla de vacunas para contrarrestar la enfermedad del covid, recuerdo la imagen de este pentamultimillonario de 65 años: una gorra descolorida del Paris Saint-Germain Football Club que ocultaba y no escondía el pelo raso entrecano, la piel de la cara surcada y brillante, el semblante de un hombre aún ágil que adelantaba la sonrisa y la mano al saludar. En ese mismo espacio en que lo vi había estado su madre durante 28 años. Ella le heredó el local a él después de que Parrita se había ido a Bogotá y a Medellín. Supo aprovecharlo porque le ha dado con esfuerzo no menos que la vida y las carreras de biología y de química de su hija Valentina, que ahora hace su magíster en el exterior. Si hay una vacuna es la que enseña Parrita, que se ha mantenido en firme a pesar de la falta de oportunidades; solo que esta tiene dos gotas de limón con agua fría a la madrugada, diez minutos de ejercicios y la caminata fresca para abrir la tienda. Y es una vacuna para el alma.
14 de marzo del 2021
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Julián Bernal Ospina